A la distancia de sólo unos cuantos
días parece haber sido una mala idea y un mal cálculo la decisión de
Hasta ese día aciago el sistema de
libre flotación del peso frente al dólar funcionó sin intervenciones
discrecionales de la siguiente manera: Los flujos de divisas –salvo los
correspondientes al sector público- llegaban y salían de acuerdo con la oferta
y la demanda. Esa oferta y esa demanda marcaban el precio del dólar. El otro
flujo de divisas –fundamentalmente, en términos de ingresos, las generadas por
exportaciones petroleras- llegaba a otro receptáculo, mucho más grande, donde
servía sólo para cubrir las necesidades de divisas del sector público y
acumular reservas. Con la característica muy importante de que los precios del
dólar en esa balanza separada (la del sector público) los establecía el mercado
libre; esto es: el mercado “chico” de divisas (el no gubernamental) marcó
también los precios del dólar en el receptáculo “grande” pero exclusivo de la
balanza de divisas gubernamentales.
Para evitar una excesiva acumulación
de reservas se instrumentó un ingenioso mecanismo de subastas diarias con
precios y volúmenes no discrecionales y, en gran medida, con ambas variables –precio
y volumen diario a subastar- dictadas por el libre mercado. Hoy ya no es así, y
eso es malo.
Dos ideas para meditar: 1. La
inexorable declinación de los ingresos por exportaciones petroleras podría ser
la señal para permitir, de una vez por todas, que también las divisas
petroleras se ofrezcan en el mercado libre y que el sector público compre en
dicho mercado libre las divisas que requiera, y 2. El tipo de cambio libre
puede ser la variable de ajuste ideal para amortiguar –de acuerdo con la oferta
y la demanda- el choque recesivo global.
La otra opción es hacer del dólar
moneda de curso legal, conviviendo con el peso, y dejar que la ley de Gresham (la moneda buena desplaza la mala o, en términos de
gasto y de pago de deudas, a la inversa: la mala desplaza a la buena) haga su
trabajo, es decir: dejar que los mercados decidan.