El que una comunidad de personas
viva segura (seguridad que siempre es relativa), no se debe, al menos no de
manera principal, a la honestidad y eficacia del gobierno para garantizar la
seguridad contra la delincuencia e impartir justicia, sino a la ética de las
personas, es decir, al reconocimiento (si no universal, sí generalizado), de
parte de cada uno, de los derechos de todos los demás, reconocimiento que tiene
como consecuencia práctica el respeto de lo mismos.
Estrictamente hablando, el gobierno
no es capaz de garantizarle, a todos los gobernados, todo el tiempo, la
seguridad contra la delincuencia y la impartición de
justicia. Aún en las sociedades más seguras y justas se cometen crímenes que
quedan sin castigo: la eficacia del gobierno en tales menesteres, ¡que son los
que esencialmente le competen!, siempre es menor que las buenas intenciones que
lo animan, ¡suponiendo que realmente a los gobernantes los animen buenas
intenciones!
¿Cuántos de nuestros gobernantes,
desde presidentes de la república hasta presidentes municipales, pasando por
gobernadores de los estados, pretenden llegar al poder para, ¡únicamente!,
garantizarles a los gobernados la seguridad contra la delincuencia e
impartirles justicia? Si a cualquiera de esos gobernantes se les limitara su
campo de acción a esas dos tareas, ¿seguirían interesados en el cargo? ¿Cuántos
de los gobernantes, hoy en activo, estarían dispuestos a ser solamente eso,
gobernantes, y dedicarse únicamente a garantizar la seguridad contra la
delincuencia e impartir justicia, reconociendo que la obtención de todos los
otros los bienes, así como la prevención de todos los otros males, es responsabilidad
de cada uno? ¿Cuántos? Es más, si por los frutos lo conocemos, queda claro que
en la gran mayoría de los casos los gobernantes se niegan a ser gobierno, y un
buen botón de muestra, ¡que no el único, pero sí bueno!, es la impunidad con la
que, cualquier grupo de manifestantes, independientemente de las causas que
defiendan, o de los intereses que promuevan, toman las calles de las ciudades,
violando la libertad de tránsito de los demás, ante la mirada impertérrita de
los gobernantes, quienes no solamente no los castigan, sino que en no pocas
ocasiones los cuidan, permitiendo, una y otra vez, el triunfo de la
arbitrariedad sobre la autoridad.
Retomo el argumento: estrictamente
hablando, el gobierno es incapaz de garantizarle, a todos los gobernados, todo
el tiempo, la seguridad contra la delincuencia y la impartición
de justicia, de tal manera que la razón por la cual el que una comunidad de
personas viva relativamente segura no se debe tanto a la capacidad del gobierno
para garantizar la seguridad contra la delincuencia e impartir justicia, sino
al reconocimiento, de parte de cada uno, de los derechos de todos los demás,
reconocimiento que tiene como consecuencia práctica el respeto de lo mismos. El
respeto al derecho ajeno no depende, al menos no en primera instancia, de la
honestidad y eficacia de los gobernantes, sino de la ética de las personas,
personas con ética que no surgen por generación espontánea, sino por formación
humana, formación humana que en México deja mucho que desear.
Con lo anterior no quiero decir que
el gobierno no juegue, o deba jugar, un papel importante en materia de
seguridad y justicia. Al contrario: ese papel es el único que verdaderamente
justifica su existencia y lo que la misma supone: obligar a las personas a entregarle
parte del producto de su trabajo, que eso es lo que supone el cobro de
impuestos, obligación impuesta por el gobierno que solamente se justifica si
los gobernantes cumplen, lo mejor que les sea posible, con esas dos tareas a
las que ningún gobierno puede renunciar sin dejar de serlo: garantizar la
seguridad contra la delincuencia e impartir justicia, en sus dos vertientes,
castigar al delincuente y resarcir a la víctima del delito, pero sin olvidar
que ningún gobierno es capaz de garantizarle, a todos los gobernados, todo el
tiempo, la seguridad y la justicia.
Continuará.