Para Marie Linda… in memoriam…
Ya no es “lunes negro,” sino semana
negra. Para otros, ha sido todo un año negro. Sin embargo, la vida sigue. La
esperanza en el futuro significa un eventual renacer de las expectativas—tanto
en el núcleo familiar, como en el mercado financiero, como en la vida
cotidiana.
Sin embargo, hay una lección
fundamental que ya podemos inferir de este terrible, y temible, episodio de
crisis económica—lo que Judy Shelton
llama la “omnisciencia de los banqueros centrales.” Ni la inyección
desesperada, y patentemente artificial, de nueva liquidez ha logrado evitar la
estampida. Shelton explica, también, que este dinero
fresco es artificial precisamente porque representa una obligación redimible
sobre riqueza que no se ha generado.
Se ha hablado, irresponsablemente,
del colapso del capitalismo, de la necesidad de un orden de vigilancia y nueva
intervención financiera. Estos reclamos son viscerales, y si bien entendibles,
dados los temores, dadas las frustraciones, no corresponden a la realidad del
entorno financiero global. La inmensa variedad de productos financieros, la
velocidad con la que viajan recursos, las asimetrías de información que se
derivan de la sofisticación tecnológica en los medios de comunicación
financiera, significa que la pretensión de ver y velar lo que pasa en el
mercado global financiera es equiparable al deseo de ser Dios.
Ni el politburó más divino de sabios
centrales podría, en estas circunstancias, decir y decidir sobre millones de
acciones llevadas a cabo por millones de agentes. La sabiduría omnisciente es
un mito genial. Ni los más complicados derivados, o productos tóxicos, o
intercambios de divisas, se pueden elaborar sin lo que Shelton
describe como una unidad de cuenta confiable y calculable.
El dinero, dicen las vísceras
progresistas, es la causa de los males. Al contrario, es la ausencia del dinero
confiable, del dinero como institución, como medio de intercambio y almacén de
valor, que ha despedazado la base fundamental del contrato económico.
En el lenguaje del sentido común,
unas por otras. Un acto de intercambio se basa en el conocimiento de los
actores involucrados sobre sus deseos y sus necesidades, y no sobre la
sabiduría central de un ministro designado por el orden divino a decidir cómo y
cuándo debemos llevar a cabo la compra de divisas, la venta de activos, la
sustitución de valores, u otras especies de quehacer financiero.
El capital es la base fundamental de
un mercado próspero—la inversión que hacen los interesados buscando un retorno,
sobre los riesgos presentes, por medio de la habilidad de cumplir con las
demandas de los consumidores. Hoy, estos actos no se pueden calcular. Las
divisas, todas, se tranzan en base al pánico, no a la confianza en la unidad de
cuenta, en su poder de compra. Un punto más o un punto menos en la fijación de
tasas ya no hará la diferencia.
La tarea no es “fine-tuning,” sino la recuperación de la confianza, de credere, del
crédito en la unidad de cuenta. Quizá, como decía mi querida madre Marie Linda,
ya es tiempo en pensar en la competencia entre monedas—y dejar que el sentido
común de las amas de casa, de los ambulantes, de los taxistas, de los
micro-empresarios, de millones y millones de agentes cotidianos, discriminen
entre las alternativas, y nos den la libertad de elegir unidades de cuenta
confiables, que puedan comprar más con menos en menor plazo.