A lo largo
de esta serie de artículos he analizado diferentes elementos presentes en la
economía mexicana que inhiben el crecimiento económico, trabas que
efectivamente impiden que se logren mayores y sostenibles tasas de expansión de
la actividad económica barreras que, en consecuencia, dificultan alcanzar un
mayor nivel de bienestar para la población. Como señalé en los pasados cinco
artículos destacan la deficiente e ineficiente definición y protección de los
derechos privados de propiedad, un régimen tributario que castiga relativamente
el trabajo, el ahorro y la inversión, la rigidez del mercado laboral, la baja
tasa de escolaridad de la población aunada a una muy mala calidad del capital
humano, la persistencia de prácticas monopólicas tanto gubernamentales como del
sector privado, la muy ineficiente regulación de los mercados que deriva en una
enorme incidencia de corrupción entre los funcionarios públicos que además de
promover la ilegalidad impide logar escalas de producción más eficientes,
etcétera.
Hay
obviamente muchos otros elementos que pudiesen analizarse como elementos que
también inhiben el crecimiento económico (falta de infraestructura de
transportes y comunicaciones, líderes sindicales corruptos, altos costos de
intermediación financiera y más), pero quiero acabar esta serie de artículos
con el análisis de un elemento presente en la economía, particularmente entre
los políticos, y que engloba gran parte de los temas aquí tratados: el
desprecio que existe hacia la libertad individual y la propiedad privada de los
medios de producción, la minusvalía que se le asigna a los mercados libres para
asignar los recursos en la economía y para que se pongan de acuerdo,
voluntariamente, los oferentes y los demandantes, el calificativo de inmoral a
la acumulación de riqueza con base en el esfuerzo y el ingenio personal.
Es este
menosprecio a la libertad individual que lleva a los políticos a pensar que es
su papel actuar como el “gran titiritero”, pensar que son capaces de mover y
controlar los hilos que guían a millones de individuos tomando, todos los días,
decisiones que los afectan directamente, sean decisiones de carácter productivo
o de consumo. A pesar del estrepitoso fracaso del sistema de decisión centralizada,
nuestros políticos realmente creen que sí pueden ser los “rectores” de la
economía nacional y, actuando en consecuencia, ven a cada individuo como un engrane
más en esta maquinaria del Estado que busca alcanzar, sin poder jamás lograrlo
porque es imposible, esa quimera de “el bien común”. Nuestros políticos, sin
realmente tener que rendir cuentas por sus actos, y aunque por estos mismos el
desempeño de la economía mexicana no sea más que mediocre, no están dispuestos
a que cada quién sea efectivamente libre para elegir qué es lo que más le
conviene garantizando únicamente que los mercados va a operar en un contexto de
competencia y que las acciones individuales no le generen daños a un tercero.
El desempeño
de la economía mexicana es mediocre y no avanzamos hacia estados superiores de
bienestar no porque el mecanismo de asignación de recursos a través del mercado
sea el paradigma o modelo económico incorrecto, sino porque los políticos
impiden que los mercados cumplan eficientemente su función y prefieren, por el
contrario, premiar la búsqueda de rentas y castigar la acumulación de riqueza.