En su
segundo informe de gobierno, el presidente Calderón reconoció que en 2006 había
14.4 millones de personas viviendo en una situación de pobreza extrema en
nuestro país. Es demasiado, pero eso significa que durante el sexenio pasado
9.3 millones de personas dejaron de ser extremadamente pobres, una reducción de
más de la mitad.
(La acelerada
reducción de la pobreza en los últimos años no sólo en México sino en el mundo
entero es evidente. Vaya, hasta el mismísimo Banco Mundial, que de eso vive, acaba
de aceptarlo: La tasa de pobreza en el mundo disminuyó de
En el mismo
documento, sin embargo, el presidente presume que el Programa Oportunidades,
que “tiene como objetivo apoyar a las familias que viven en condiciones de
pobreza extrema” con el fin de que superen esa vertiente de la pobreza,
beneficia actualmente a 25 millones de personas, o sea, ¡más de las que se
pretendía beneficiar cuando se creó tal programa con otro nombre en el periodo
de Zedillo! Pero eso no es todo, en términos reales
los fondos para ese programa desde
Dos
preguntas políticamente incorrectas: (1) Si cada año la pobreza extrema se
reduce a una tasa de alrededor del 6.5% (un millón y medio de personas), ¿por
qué el gasto (total y por consiguiente el per capita)
destinado para sacarlos de esa situación se incrementa a una tasa anual de 19%?
(2) ¿Cómo puede un programa que está destinado a sacar de la pobreza
alimentaria atender a 25 millones de personas cuando sólo hay 14.4 millones
viviendo en esa situación? En otras palabras, ¿por qué si cada vez hay menos
pobres cada vez gastamos más en combatir la pobreza? ¿No deberíamos esperar que
pasara lo contrario?
Casualmente,
los programas públicos que implican subsidios –sean para asistencia social o
productiva-, que precisamente por su carácter subsidiario deben ser temporales
y más todavía si éstos son efectivos, en lugar de disminuir el monto o reducir
el número de beneficiarios, aumentan. Escoja usted al azar un “exitoso” programa
público de asistencia y comprobará cómo cada año aumentan los beneficiarios y
el costo para el contribuyente.
El problema
de los subsidios, además de distorsionar la asignación de recursos, es que
crean adicción mutua, tanto para quien los recibe como para quien los otorga.
Muchos de los beneficiarios prefieren mantenerse en un estado permanente de “incapacidad”
para seguir recibiéndolos, al tiempo que políticos, burócratas y demás gente
involucrada en su operación obtienen algunas ganancias extra, ya sean
monetarias o políticas, y pues para hacerse de una rebanadita cada vez más
grande conviene que el pastel sea cada vez más grande.
Estamos
efectivamente avanzando en la lucha contra la pobreza, de eso no hay duda. Pero
entonces, ¿por qué la ayuda a los pobres demanda cada vez mayor parte del
presupuesto gubernamental? Y eso es sólo un ejemplo. Ya lo había dicho Friedman: “No hay nada más permanente que un programa
temporal del gobierno”.