udwig von Mises
(1881-1973), austriaco, demostró varias cosas durante su fructífera vida. No
sólo hizo el mejor análisis de por qué el socialismo era imposible, por mejor intencionado que fuese: imposible. Lo dijo
desde 1920, ni siquiera tres años después de que Lenin
llegara al poder en Rusia.
¿Razón? Un comité de
planeación o un sistema socialista no pueden conocer los precios naturales que
se forman en los mercados a través de la infinita cantidad de transacciones que
ocurren en un mercado no intervenido. Un grupo socialista de arcángeles que
busque el mayor beneficio humano posible no tiene la información que sólo un
mercado libre puede dar mediante unos indicadores: los precios, imposibles si
los propios arcángeles definen cuáles son
—según ellos— los precios justos.
El socialismo no puede funcionar tan
bien como una economía de libre mercado, donde los precios indican realidades
construidas por millones de decisiones particulares cada día.
Aún antes —1912— Mises
había identificado al gran causante de las crisis económicas (no fue el único
pero lo explicó mejor que nadie antes). Causa las crisis el crédito excesivo;
el incremento de dinero por decreto, y que alguien pone a circular a precios
controlados, artificialmente bajos o caros (tasas de interés forzadas).
¿Para qué? Para
acelerar la economía y hacer lo que de otro modo no se podría; para aumentar
los niveles de poder; hacer cosas de las que dan prestigio (y votos) a los
políticos, inventores de la noción de que es muy importante y conveniente la
rectoría estatal sobre la economía. La rectoría de ellos sobre nuestra
actividad: el estado son ellos, aquí y en cualquier tiempo y lugar.
Si el crédito es más
barato que la inflación, la gente (que razona según lo que ve y tiene a la
mano, y busca lo que le conviene) se endeuda y toma decisiones imprudentes. Algunos
aprovechan el dinero barato y se enriquecen, pero eventualmente la fiesta se
acaba y las fantasías se estrellan contra la realidad, para ruina de la
mayoría.
Los gobiernos también
se endeudan y caen en su propio garlito, pero con dos
diferencias sobre los arruinados particulares: los gobiernos son muy, muy
grandes, y comprometen dinero que no es suyo.
El peor gobierno, el
más irresponsable y bananero de todos, es el de Estados Unidos. Su gobierno
estaba endeudado en 3 billones hace 18 años; en 2000 llegó a 5.75 y hoy está en
10.5, más los centuplillones que se acumulen de aquí
a que termine de escribir este texto. Ni Mises ni Marx
ni Keynes ni Smith ni el
economista más desbocado se imaginaron jamás el nivel de chifladura a que
habría de conducir al mundo la demencia e imprudencia e irresponsabilidad de
Alan Greenspan (el peor de todos), seguido de cerca
por George Bush, Hank Paulson o cualquier yuppie de alguna
correduría de Wall Street.
Inventaron instrumentos
novedosos para darle la vuelta a todas las fuerzas naturales y eternizar los
engaños: entre ellos los famosos derivados (¿quién los entiende?) que permiten
renegociar y “proteger” las deudas de manera que nunca se acabe la cadenita. Con
sus derivatives
y demás marrullerías financieras que nadie comprende han sobrevenido quebrantos
en empresas y gobiernos, y hasta una devaluación mexicana que nadie esperaba. Todo
por el infundado juicio de que el dinero será barato siempre, y de que quien
toma crédito a largo plazo podrá sostener un nivel de vida insostenible sin
pagar nunca sus deudas porque siempre habrá un instrumento que difiere el fatal
llamado a cuentas.
Pasa siempre; las
pirámides nunca se derrumban sino hasta que se derrumban: en 1637, en Holanda,
un tulipán costaba más que una casa.
Hace casi un siglo,
Mises proveyó la cura para evitar las crisis y los ciclos. Había demostrado que
las depresiones provienen de la explosión del crédito, que inducen a tomar malas
decisiones, hacer tonterías, gastar torpemente y no ahorrar. Pocos lo atendieron,
entre otras cosas porque John Maynard
Keynes resultó ser políticamente más correcto cuando
un presidente interventor apellidado Roosevelt empezó
a construir un gran estado gastalón. Siempre es sexy
un gobierno manirroto como el de López Portillo, Chávez o Roosevelt,
no uno que restrinja el dinero para dar solidez a la economía y tragarse una
medicina amarga. (Zedillo hizo eso en México en 1995
y poco después el país se enderezó.)
Para combatir esta
indispensable recesión proveniente de un crédito desbocado, hay que evitar
soltar nuevamente dinerales a la economía. Eso sabe bien al principio, pero el
oxígeno se convierte en veneno cuando eterniza la crisis. Los bomberos no usan
gasolina para apagar incendios. (La depresión iniciada en 1929 se acabó una
década después, hasta que vino la Segunda Guerra).
¿Qué hacer ahora? ¿Qué
vendrá? Una época dificilísima, que narraremos a los nietos. A nivel microchirris (individual), pagar deudas, gastar lo mínimo,
cuidar la chamba e invertir en bienes sólidos, como onzas de plata (que por
cierto, van a empezar a escasear, cortesía del Banco de México).
A nivel global, el
centro de gravedad se deslizará hacia la economía amarilla: China, India,
Singapur, Surcorea, Vietnam. Allí están los mayores
compradores de bonos del tesoro, que agarran al gobierno de Estados Unidos de
alguna parte sensible de su cuerpo al financiar su bestial déficit (ver cómo
crece en http://www.brillig.com/debt_clock/
a algo así como $43,000 por segundo).
Otra “solución” —acaso
inevitable— para este tsunami podría ser una guerra. ¿Quién tiene el mayor
ejército del mundo? Estados Unidos no puede permitir que se pierda su sistema
de pagos, so pena de regresar a la época cavernaria. Esa gran potencia militar
actuará a lo Pinochet: con decisiones salvajes.
Una sería de plano acabar con su
moneda, el dólar. Jamás, but of course, yéndose a lo que Mises prefería —el oro— o lo
que México tiene a la mano —la plata— sino a algo infinitamente peor aún que el
dólar: una moneda norteamericana que algunos han dado en llamar “amero”, moneda
norteamericana. ¿Será?