9/22/2008
Portarse bien (I)
Arturo Damm

El que los ciudadanos vivan sin la amenaza de la violencia, y sin la violación de sus derechos a la vida, la libertad y la propiedad, depende, más que de la honestidad y eficacia del gobierno para hacer valer esos derechos, del respeto que los demás les tienen, respeto que puede ser la consecuencia, o de la convicción, o de la conveniencia, o del miedo, que son las tres razones – convicción, conveniencia, miedo -, por las cuales las personas se portan bien, quedando claro que la razón principal del buen comportamiento debe ser la primera, la convicción, que es, de las tres, la razón ética (si bien es cierto que las otras dos, conveniencia y miedo, no dejan de tener cierta eticidad).

 

Pongo un ejemplo. No nos pasamos, estando tras el volante del automóvil, el alto, o porque estamos convencidos de que para lograr la convivencia ordenada entre automovilistas, y entre automovilistas y peatones, hay que respetar las reglas del juego (convicción); o porque no nos conviene, ya que sabemos que si no respetamos la luz roja podemos ocasionar un accidente que nos puede salir muy caro (conveniencia); o por el temor a la sanción a la que, de ser atrapados por algún agente de tránsito pasándonos el alto, nos haríamos acreedores (miedo). ¿Por que nos portamos bien? O por convicción, o por conveniencia, o por miedo, siendo que la causa más eficaz del buen comportamiento es la primera, la convicción, que es, de las tres, la que porta una mayor carga ética (suponiendo que en cuestiones de ética haya grados).

 

¿Cuál es el origen de la convicción como causa del buen comportamiento? El reconocimiento de la dignidad que, como personas, tienen los demás seres humanos, reconocimiento que tiene una primera, e inevitable, consecuencia: el respeto a sus derechos, que en esencia son los tres señalados por John Locke - vida, libertad y propiedad -, de los cuales se derivan todos los demás.

 

Para reforzar esa convicción – “Debo portarme bien por respeto a la dignidad de los demás” -, vale la pena apelar al imperativo categórico de Kant, que, en la traducción del filósofo español Julián Marías, afirma lo siguiente: “Obra de modo tal que puedas querer que lo que haces sea ley universal”. Vuelvo al ejemplo: si yo, habitualmente, me paso los altos, ¿puedo querer que todo mundo haga lo mismo? ¿Puedo querer que todo el mundo vaya por callejuelas, calles y avenidas violando el reglamento de tránsito? ¿Lo que yo hago, pasarme los altos, puede ser elevado al rango de ley universal de tal manera que la regla sea “Todos pásense, siempre, todos los altos”? ¿Qué sería, en tal caso, de la convivencia entre automovilistas, y entre automovilistas y peatones?

 

La próxima vez que actuemos de mala manera, independientemente de cuál sea dicha actuación (no es lo mismo actuar de mala manera pasándose un alto, que hacerlo secuestrando, mutilando y asesinando personas), preguntémonos lo siguiente: Esto que estoy haciendo, ¿conviene que todos lo hagan? Para responder preguntémonos ¿qué pasaría si todos hicieran lo que yo hago? y, todavía más importante, ¿por qué, si acepto que los demás no deben hacerlo, yo, de manera privilegiada, lo hago?

 

Una manera coloquial de enunciar el imperativo categórico de Kant la encontramos en el famoso dicho popular “No le hagas a los demás lo que no quieres que te hagan ". Si tú no quieres que otro se pase el alto y te choque, no te pases tú el alto creando la posibilidad de chocarle a otro.

 

Continuará.



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