Al mediodía de ayer el acuerdo bipartidista en “lo esencial”
del paquete de rescate se había logrado. Este es un “rescate” pactado a última
hora, casi sobre las rodillas, que servirá sólo para las próximas semanas, no
más allá. Su fecha de caducidad es enero de 2009, el día que llegue un nuevo
inquilino a
Los mercados financieros seguirán dando tumbos en las
próximas semanas y la incertidumbre y la desconfianza reinarán, apenas
atenuadas.
Hay quien cree que los “ultraliberales” –como algún liberal
a medias nos ha motejado a quienes hemos criticado el famoso rescate- nos
oponemos al mismo por dogmáticos y porque profesamos una fe irracional e
injustificada en los mercados libres.
No son esas las causas del rechazo al paquete de rescate, al
menos por lo que a mí hace. Mi convicción en la superioridad de los mecanismos
de mercado sobre las mil y una formas de intervencionismo, no es irracional
sino fundamentada.
Además, mi objeción al rescate como está planteado obedece a
la superficialidad del diagnóstico que ha hecho el gobierno de Estados Unidos
acerca de los problemas que aquejan a la economía de ese país. En su
melodramático mensaje del miércoles pasado George W. Bush trató de impresionar al auditorio arguyendo que la no
aprobación del paquete significaría hundir a Estados Unidos en una recesión. Lo
que Bush no dijo, tal vez porque decirlo está prohibido
en víspera de elecciones, es que Estados Unidos ya está en una recesión y que
ésta, inevitablemente, se profundizará conforme avance 2009.
Tampoco dijo que la causa última de esta crisis debe
atribuirse a políticas fiscales y monetarias irresponsables, ni mencionó que –sea
quien sea el próximo Presidente- durante los próximos dos años, al menos, los
estadounidenses deberán apretarse el cinturón, al tiempo que el gobierno reduce
gastos, incrementa impuestos y que los mercados mundiales le imponen a Estados
Unidos el precio que deberá pagar, tras su dispendio fiscal, para atraer
capitales: Tasas de interés reales y altas.