JUEVES, 9 DE AGOSTO DE 2007
¿Por qué América Latina no progresa, en un mundo donde otros lo están logrando?
¿A quién apoya usted en el conflicto por el ejercicio de la revocación de mandato?
Al INE
A López Obrador

Carlos Ball






El problema latinoamericano es profundo y difícil de combatir porque las principales trabas al bienestar y a la prosperidad forman parte de nuestras instituciones: nuestros gobiernos, nuestras leyes y constituciones, nuestros sistemas judiciales politizados y una educación pública que a lo largo de varias generaciones ha deformado la manera de pensar de la ciudadanía. Lejos de promover la responsabilidad individual, la propaganda política en la educación pública enseña a los niños que el gobierno es el tío rico y bondadoso que siempre estará allí para ayudarles, cuidarlos y hacer posible su felicidad. El problema, claro está, es que el gobierno sólo puede darme a mí lo que antes le quitó a usted.


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Carlos Ball es director de la agencia AIPE (www.aipenet.com) y académico asociado de Cato Institute. Este discurso fue presentado el 3 de agosto de 2007 en Bogotá, ante la Federación Nacional de Comerciantes de Colombia.

Agradezco a la Federación Nacional de Comerciantes de Colombia esta invitación a que les hable sobre por qué América Latina no progresa, haciendo énfasis en el caso venezolano. Muchos de los problemas y obstáculos que han impedido que nuestro hemisferio se incorpore al mundo desarrollado de Occidente son comunes o, al menos, bastante parecidos en toda América Latina.

Luego de 16 años al frente de AIPE (www.aipenet.com), una empresa periodística dedicada al análisis y discusión de los principales temas económicos y políticos que afectan a la región, estoy convencido de que a menudo comprendemos mejor lo que sucede en nuestro propio patio cuando observamos el desarrollo de problemas similares que confrontan países vecinos y demás regiones de América Latina.

Voy a comenzar contándoles brevemente unas pocas experiencias personales que creo reflejan algunos de los males que en diferentes grados han afectado a gran parte de América Latina.

Poco después de la muerte de mi hermano Luis Henrique, leyendo papeles suyos me encontré una historia fascinante que me hizo comprender mejor lo que el economista austriaco Friedrich Hayek llamó “el camino de servidumbre”, sendero predilecto de los gobernantes venezolanos. Mi hermano, quien era 9 años mayor que yo, relata su visita a nuestra madre en la clínica, en 1939, cuando yo nací. Cuenta que al entrar al hospital saludó a una muchacha que salía con su recién nacido en los brazos. La reconoció como trabajadora de la fábrica de nuestro padre y me enteré que, en aquellos tiempos, esa empresa pagaba el 95% de los gastos médicos de todos sus trabajadores, quienes recibían atención médica en la Policlínica Caracas, entonces el mejor hospital privado del país.

Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando, por presiones del Departamento de Estado, se creó en Venezuela el Instituto de Seguros Sociales para comenzar a socializar la medicina y centralizar las jubilaciones. Entonces, las Naciones Unidas recomendaron al médico chileno Salvador Allende para que asesorara al gobierno venezolano en la creación de ese instituto. Los impuestos a las nóminas de sueldos que seguidamente impuso el gobierno nacional hicieron que pronto desaparecieran todos los programas privados de atención médica a los trabajadores y sólo aquellos venezolanos con altos ingresos pudieron desde entonces tener acceso a clínicas privadas.

Las buenas intenciones políticas a menudo causan males no previstos y como la prioridad absoluta del partido gobernante suele ser ganar las próximas elecciones, se dificulta y hasta se imposibilita que a tiempo se corrijan nefastos errores.

Las estadísticas muestran de manera dramática los cambios sufridos en Venezuela entre la generación de mis padres y la de mis hijos. Por ejemplo, en 1958 el ingreso per cápita del venezolano equivalía a 78% del ingreso per cápita en Estados Unidos. Mientras en la década de los años 50 el ingreso de los venezolanos aumentó en más del doble, a partir de 1960 --bajo una política económica que el propio presidente Rómulo Betancourt definió como “socialismo en alpargatas”-- la población ha crecido más rápidamente que la economía.

Hoy, a pesar del precio récord del petróleo, el ingreso promedio del venezolano fluctúa alrededor del 15% del ingreso promedio en Estados Unidos, mientras que todo lo contrario ha estado sucediendo en países ex-comunistas como Estonia y la República Checa, al igual que en los llamados tigres y dragones de Asia.

Yo me gradué de una universidad americana en 1962 y recibí varias ofertas de trabajo para quedarme allá. No las tomé en serio porque para mí el futuro estaba en Venezuela. Pero apenas un par de décadas más tarde, cuando mis hijos se graduaron de universidades americanas, ellos no dudaron en quedarse a vivir en Estados Unidos. En Venezuela se notaba ya un cambio profundo; de ser un país floreciente y próspero que atraía a cientos de miles de inmigrantes de todas partes del mundo y donde gran cantidad de ejecutivos y técnicos de las multinacionales petroleras preferían quedarse a vivir después de su jubilación, se ha convertido en un país de emigrantes, exportador neto de talento y de capital privado. Las aplicaciones de venezolanos que quieren venirse a vivir en Colombia se dispararon 300% en los últimos dos años.

En Miami, así como en los años 60 se veían a médicos e ingenieros cubanos lavando ventanas y cortando la grama, hoy vemos a muchos venezolanos jóvenes y viejos tratando de rehacer allá sus vidas de la misma manera.

Para terminar con estas breves anécdotas personales, les contaré por qué vivo y trabajo en Estados Unidos desde hace 20 años. En 1987, yo era director general de El Diario de Caracas, cuya línea editorial era muy crítica del intervencionismo y desenfrenada corrupción del gobierno del entonces presidente socialdemócrata Jaime Lusinchi. El periódico pertenecía al grupo Radio Caracas Televisión, cuya licencia de transmisión vencía en mayo de 1987. Los dueños de la empresa fueron entonces informados desde el palacio presidencial que la licencia no sería renovada a menos de que yo fuera despedido.

48 horas antes de ser despedido, una fuente cercana al partido de gobierno me informó que el ex presidente Carlos Andrés Pérez había dicho esa mañana, en la sede del partido Acción Democrática, que el problema conmigo ya había sido resuelto.

Fui despedido y la licencia de RCTV fue renovada por 20 años.

Dos días después de mi salida del periódico, mientras el presidente Lusinchi visitaba la redacción de El Diario de Caracas para celebrar su victoria y sonreído declaraba que “es pecado hablar mal del gobierno”, lo cual apareció al día siguiente como titular de primera página, yo confrontaba falsos cargos en un tribunal penal, donde el juez Cristóbal Ramírez Colmenares me informó, sin titubear y apuntando al techo con un dedo, que él necesariamente tenía que seguir “instrucciones de arriba”.

Decidí entonces emigrar a Estados Unidos y, poco después, habiendo el gobierno logrado lo que buscaba, se retiraron todos los cargos en mi contra.

Como todos ustedes saben, en mayo de este año se repitió la historia en Venezuela, pero con un final mucho más triste: Hugo Chávez no renovó la licencia de transmisión a Radio Caracas Televisión, canal que fue reemplazado por otra televisora más de propaganda gubernamental que, además, se apoderó de 130 millones de dólares en equipos y antenas de transmisión, sin pagar un centavo a los dueños.

Cuando no hay respeto por las libertades civiles ni los derechos de propiedad, surgen multimillonarios ganadores, mientras que los perdedores son aplastados, dependiendo de quién se ha ganado o comprado el apoyo oficial. Para ilustrar ese hecho y terminar con el triste caso de Radio Caracas Televisión, les cuento otra sorprendente coincidencia. Hace 20 años, Carlos Croes era el jefe de la Oficina Central de Información del presidente Lusinchi; es decir, su ministro de propaganda y censura. Hoy el Sr. Croes es vicepresidente de Información de Televen, uno de los canales privados de televisión que resultaron más beneficiados con el cierre de RCTV, empresa que a lo largo de 53 años fue el más exitoso medio publicitario venezolano.

Sí debo aclarar que no solamente Chávez y los presidentes de Acción Democrática han sido enemigos de la libertad de prensa. El presidente copeyano Rafael Caldera me llamó públicamente “traidor a la patria”.

Un artículo mío publicado el 22 de julio de 1994 en el Wall Street Journal, relatando las fracasadas políticas estatistas del gobierno venezolano, causó la furia del entonces presidente Rafael Caldera, quien en un discurso al día siguiente, en la Décima Convención Nacional de Periodistas dijo: “A mí me duele profundamente cuando veo venezolanos que llegan a adquirir la posibilidad de escribir o informar para órganos de prensa internacional... diciendo que Venezuela va al desastre, eso es una traición a la patria, ese es un crimen contra Venezuela. Creen que por hacerle daño a un gobierno tienen derecho a presentar toda una serie de infamias. Y yo espero que algún día el tribunal disciplinario del Colegio Nacional de Periodistas le dé una sanción moral expulsando a esos criminales que usan las columnas de la prensa extranjera para denigrar de Venezuela, para presentar un panorama negativo de nuestro país”.

El presidente Caldera evidentemente ignoraba que en Estados Unidos no hay que ser miembro de ningún colegio de periodistas ni de ningún sindicato para escribir en la prensa, ya que la primera enmienda constitucional garantiza la libertad de expresión y de prensa.

En Venezuela y en muchos otros países latinoamericanos, la democracia que logramos tras la desaparición de las viejas dictaduras militares falló en garantizarnos el principal derecho humano: el derecho a ganarnos la vida en el trabajo de nuestra preferencia, para luego disfrutar libremente de la propiedad adquirida con nuestro propio esfuerzo.

El termómetro de nuestros recientes y actuales quebrantos estatistas, a la vez que el más confiable indicador del bienestar y crecimiento económico latinoamericano o, por el contrario, del aumento de la corrupción, hambre y miseria es el grado de libertad de mercado que gozan nuestros países. Es decir, el nivel o cantidad de trabas burocráticas, permisos, aranceles, licencias, autorizaciones, cuotas, regulaciones, concesiones, franquicias, colegiaturas, sindicatos únicos y demás artificios con los que funcionarios públicos discriminan en contra del pueblo, impidiendo el libre acceso tanto al trabajo como al mercado y despojando a la gente de su más importante derecho civil, el de ganarse la vida haciendo lo que más les gusta, lo cual suele también ser lo que mejor hacen.

En nombre de la justicia social, el gobierno venezolano anunció hace pocos días que se va a imponer por decreto una ley de Estabilidad en el Trabajo, bajo la cual nadie podrá ser despedido, trasladado de cargo o desmejorado en sus condiciones, sin la previa autorización del gobierno. Esta nueva normativa reemplazará la inamovilidad general que ha estado vigente desde el año 2003.

Con razón, la semana pasada el director ejecutivo de la Cámara de Comercio Colombo-Americana declaró a Reuters que “Chávez ha sido un gran promotor de la inversión extranjera en Colombia”, refiriéndose al traslado de Caracas a Bogotá de las sedes de varias empresas norteamericanas que temen las consecuencias del manifiesto colapso del Estado de Derecho en Venezuela.

El triste resultado del extremismo intervencionista lo muestran claramente las estadísticas de la Confederación Venezolana de Industriales: de 11.000 industrias que existían en Venezuela en 1998, quedan menos de 7.000 y el número de empleos perdidos en el sector industrial, en los últimos diez años, pasa de 500.000.

Por su parte, las estadísticas del gobierno muestran más bien una disminución del desempleo debido a que el número de empleados públicos ha aumentado 45% bajo la presidencia de Hugo Chávez. Sin embargo, más de la mitad de los trabajadores venezolanos forman hoy parte de la economía informal.

La avanzada socialista siempre enarbola la bandera de la “justicia social”, cuya popularidad se debe en parte a que no tiene una definición clara y precisa. Cada político la define según conviene en el momento, para lograr apoyo a su proyecto de ley o la regulación de alguna actividad.

La expresión “justicia social” fue por vez primera utilizada por un sacerdote siciliano, Luigi Taparelli, en 1840 y pronto se la apropiaron las élites intelectuales que aspiraban conducir el mundo a la utopía del “socialismo científico”, donde la razón y mentes privilegiadas regirían el universo. Ellos sabían mejor lo que a la plebe ignorante realmente convenía. Así, la “justicia social” desde temprano estuvo ligada a la economía dirigida y planificada. Según los políticos en ejercicio, el individuo importa poco vis-a-vis el bien común.

Al comienzo había mucho de buenas intenciones en el concepto de “justicia social”, como por ejemplo que la gente acomodada ayudara a través de fundaciones caritativas privadas a colegios y hospitales, como también a la adaptación de campesinos a los nuevos centros industriales. Pero el profesor Hayek fue uno de los primeros en denunciar la “justicia social” cuando esta dejó de ser una virtuosa y bondadosa decisión espontánea y personal de ayudar al prójimo para convertirse en imposiciones -desde las alturas del poder- de un abstracto y manipulable ideal.

Se creó así una falsa imagen de la gente común como víctimas, ya que al haber víctimas tiene que existir un victimario.

El filósofo polaco Leszek Kolakowski, en su historia del comunismo, escribió que el paradigma fundamental de esa ideología estaría para siempre garantizado porque tu sufrimiento es causado por opresores y las cosas malas que te suceden no son culpa tuya sino de los ricos de tu país, o peor aún, de los ricos de ultramar. Claro, el remedio comunista, nazi y fascista para acabar con la injusticia social condujo a hambrunas, campos de concentración y cientos de millones de muertos, resultados infinitamente peores que el mal fantasmagórico inventado por intelectuales como excusa para detentar el poder.

En el tercer volumen de su obra titulada “Principales corrientes del marxismo” (publicado en 1978), Kolakowski escribe que “el marxismo actualmente ni interpreta ni cambia al mundo: es meramente un repertorio de consignas que sirven para organizar variados intereses”.

Según Hayek: “Una de las grandes debilidades de nuestro tiempo es que no tenemos la paciencia ni la fe para crear organizaciones voluntarias con los fines que valoramos, sino que de inmediato le pedimos al gobierno que utilice la coerción (o fondos sustraídos coactivamente) para cualquier cosa que parezca deseable para muchos. Sin embargo, nada tiene peor efecto sobre la participación ciudadana que cuando el gobierno, en lugar de ofrecer meramente la estructura esencial para el crecimiento espontáneo, se vuelve monolítico y se encarga de todas las necesidades, las cuales en realidad pueden sólo ser satisfechas por el esfuerzo común de muchos”.

Para Hayek, la justicia es siempre individual y “nada ha destruido más nuestras garantías constitucionales de libertad individual que el intento de alcanzar el espejismo de la justicia social”. El mercado premia a quienes mejor satisfacen los requerimientos y necesidades de los consumidores y manipular los premios significa fomentar la ineficiencia y la pobreza misma. Ya vimos con horror los logros de Stalin, Mao y Castro bajo el lema marxista “de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”.

Hoy es políticamente incorrecto mencionar una triste realidad, que las dictaduras militares del pasado --a pesar de haber hecho mucho daño-- a menudo tuvieron la ventaja de que los gobernantes de aquella época se contentaban con ejercer el poder político con mano dura, mientras que permitían amplia libertad económica a la ciudadanía. Algunos amigos del palacio presidencial disfrutaban, desde luego, de la concesión de ciertos y determinados monopolios y oligopolios, pero predominaba la libre competencia, importaciones sin cuotas ni aranceles y, sobre todo, un creciente flujo de inversiones extranjeras, lo cual no solamente mejoraba los niveles de salarios, sino que fomentaba la creación de una fuerza laboral calificada y productiva, que no aspiraba a vivir de las dádivas de los políticos, sino del sudor de su frente.

A fines de los años 50 había más inversión norteamericana en Venezuela que en todo el resto de América Latina. Y pienso que la mejor universidad que por muchos años tuvimos los venezolanos fue la Creole Petroleum Corporation, subsidiaria de la Standard Oil. Técnicos y administradores que escalaban posiciones en la Creole solían recibir las más atractivas ofertas de trabajo de parte de empresarios criollos que querían asegurarse de contar con gerentes y administradores competentes en sus empresas. Esa concentración del talento en la industria petrolera fue una de las razones del éxito petrolero venezolano, pero el lanzamiento del cartel de la OPEP y la politización de nuestra principal industria pronto comenzaría a cambiar el panorama económico nacional.

Es importante recordar que la fundación de la OPEP, el 17 de septiembre de 1960, fue idea del entonces ministro venezolano de Minas e Hidrocarburos, Juan Pablo Pérez Alfonzo, quien convenció a cuatro mandatarios del Medio Oriente a formar un cartel para asegurar así altos ingresos para los países productores de petróleo. En 1960, las exportaciones petroleras de Venezuela representaban 60% del comercio petrolero internacional, mientras que los países árabes exportaban a unas pocas naciones europeas.

En 1974, el presidente Carlos Andrés Pérez, quien había sido ministro del Interior de Rómulo Betancourt, procedió a estatizar la industria petrolera. Allí está la prueba de que la nueva clase política venezolana que surgió a raíz de la caída del régimen dictatorial del general Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, no se contentaría con ejercer el poder político, sino que también ambicionaba el poder económico.

En 1961, el presidente Rómulo Betancourt anunció que no se otorgarían nuevas concesiones a las empresas petroleras extranjeras y éstas, lógicamente, comenzaron a repatriar sus capitales y a buscar otras áreas de exploración. Esto causó una gran presión sobre el bolívar, el cual sufrió entonces su primera devaluación del siglo XX.

Uno de los pilares fundamentales de toda economía floreciente es la solidez de su moneda. El bolívar venezolano, hoy convertido en miserable “chavito”, mantuvo su valor de un gramo de oro a lo largo de 82 años, desde 1879 hasta 1961. Desde entonces, el valor oficial del bolívar con respecto al dólar ha caído 63,500% y su poder adquisitivo en más del doble de eso. Este es el verdadero termómetro del robo perpetrado por los gobernantes al pueblo venezolano. Y, como sabemos, los más afectados por la inflación no son los ricos con propiedades inmobiliarias y cuentas en dólares en el exterior, sino los más pobres que ven desaparecer sus pequeños ahorros.

Para financiar los crecientes gastos del estado, la clase política latinoamericana suele preferir la inflación al aumento de impuestos. Esta no tiene que ser aprobada por ninguna legislatura y afecta menos a los amigos del palacio presidencial. Lo que sí se requiere es la politización del Banco Central, lo cual en el caso venezolano ocurrió a mediados de los años 70, bajo el presidente Carlos Andrés Pérez. Desde entonces, el Banco Central de Venezuela ha sido utilizado para ganar elecciones imprimiendo billetes y la serie de frecuentes devaluaciones del bolívar fue comenzada por el presidente socialcristiano Luis Herrera Campins en 1983.

En la década de los años 50, la inflación en Venezuela era inferior a la de Estados Unidos. Por el contrario, en apenas el primer semestre de 1996, la inflación venezolana superó a la que habíamos experimentado a lo largo de 27 años, desde 1946 a 1973. Sin embargo, debo reconocer que los gobernantes venezolanos no han sido los más ladrones de América Latina. El Che Guevara, al ser nombrado presidente del Banco Central de Cuba por Fidel Castro en 1959, procedió a borrarle dos ceros al peso cubano y en Argentina le borraron 17 ceros a la moneda entre 1971 y 1991.

El tercer pié del trípode en que se apoyaría “el socialismo del siglo XXI” de Hugo Chávez fue la politización del sistema judicial. El general Marcos Pérez Jiménez tuvo un honorable ministro de Justicia, Luis Felipe Urbaneja, quien creó un sistema judicial regido por jueces honrados e imparciales. En el campo político se cometieron detestables injusticias durante la dictadura militar, pero eso no ocurría en los tribunales.

En 1969, el partido Acción Democrática perdió las elecciones presidenciales, pero mantuvo una mayoría en el Congreso, la cual utilizó para ponerle la mano al sistema judicial, a través de una ley que convertía el nombramiento de jueces en una función de los resultados electorales. Así se enterró en Venezuela el Estado de Derecho y la igualdad ante la ley, se politizó y se corrompió al sistema judicial, con el nombramiento de jueces según su afiliación política y en proporciones que reflejaran los resultados electorales.

La consecuencia casi inmediata de ese cambio en la selección de los jueces fue la compra y venta de sentencias. La gente influyente y los conocedores del medio sabían a cuáles abogados acudir en caso de cualquier problema legal, mientras que los venezolanos pobres languidecían en las cárceles por años sin ir a juicio. Según distinguidos abogados caraqueños, ya en los años 90 una orden de detención en las cárceles de Caracas podía equivaler a una virtual condena a muerte.

Es comprensible el culto a la democracia en una región del mundo que desde los tiempos de la independencia sufrió frecuentes y crueles dictaduras, pero como solía decir mi fallecido amigo, el brillante economista inglés Arthur Seldon: “no basta con implantar la democracia política. El mercado garantiza mejor la libertad de los ciudadanos”.

La realidad es que la libertad económica suele conducir a la libertad política, como sucedió en Chile, pero la libertad política no conduce necesariamente a la libertad económica, como vemos en el triste caso venezolano y de muchas otras naciones del hemisferio.

No hay duda de que los ciudadanos disfrutamos de nuestra libertad política en importantes pero contadas ocasiones, al elegir a nuestros alcaldes, congresistas y presidentes cada cierto número de años, pero la libertad económica la ejercemos en infinidad de ocasiones todos los días de nuestras vidas.

La incongruencia de la filosofía política que prevalece en gran parte de América Latina es que nosotros, los ciudadanos, tenemos el derecho y estamos capacitados para elegir a los gobernantes y legisladores, pero ellos, una vez encargados del poder, son quienes determinan lo que podemos hacer o no con nuestras vidas y con nuestra propiedad, por lo que con inusitada frecuencia utilizan la excusa del bien común para aplastar nuestros derechos civiles y nuestra libertad individual.

Pienso que la principal razón por la cual nuestro hemisferio no avanza hacia la prosperidad económica que están alcanzando muchos países de otros continentes, que solían ser mucho más pobres, se debe a que nuestros políticos y gobernantes no creen en gobiernos limitados. Como claramente lo expresaron hace más de dos siglos los próceres fundadores de Estados Unidos, la razón de ser del gobierno es la defensa de los derechos del ciudadano a la vida, a la propiedad y a la búsqueda de su felicidad.

Los países ricos quizás se pueden hoy dar el lujo de irrespetar tales principios fundamentales, aunque hasta los políticos franceses se están dando cuenta que cuando el gasto del estado de bienestar alcanza 54% de Producto Interno Bruto, desaparece el crecimiento económico y la gente joven emigra o vive de la caridad pública porque no consigue empleo, a pesar de la políticamente atractiva jornada laboral francesa de 35 horas a la semana.

En ese sentido, algunos de los tradicionales enemigos del verdadero bienestar latinoamericano forman parte, desde hace décadas, de las burocracias de las Naciones Unidas y demás organismos internacionales. Tales voces se unen a las de reciclados burócratas latinoamericanos que antes imponían sus fracasadas ideas dirigistas en sus países de origen, mientras que hoy lo hacen desde envidiables cargos libres de impuestos y desde elegantes oficinas en Nueva York, Washington, Ginebra, París o Bruselas. La repetitiva fórmula suele ser más créditos a los gobiernos, más leyes, más regulaciones y más conferencias en los más deliciosos hoteles del mundo, donde discutir y negociar una más detallada planificación económica.

Ellos también se empeñan en tratar de imponernos las bonitas reglas de los países desarrollados, pero si estas mismas hubieran estado vigentes hace 100 ó 200 años habrían logrado paralizar o destruir la Revolución Industrial, impidiendo la transición de economías agrícolas pobres a desarrolladas economías industrializadas y que hoy en día avanzan hacia economías basadas en los servicios.

Lamentablemente, la cultura latinoamericana del siglo XXI es anticapitalista porque la población ha sido convencida por nuestros locuaces políticos que el capitalismo promueve la desigualdad, mientras que sus bien intencionadas políticas públicas dirigistas y socialistas son capaces de reducir la pobreza, a través de más programas sociales y mayor redistribución de la riqueza.

Los tradicionales partidos políticos venezolanos, Acción Democrática y Copei, que antes se alternaban el poder, solían dedicarse a concentrar en sus manos el poder político y económico, dejándole prácticamente mano libre a la extrema izquierda en el campo educacional.
La sanguinaria guerrilla castrista fue derrotada militarmente en Venezuela hace años, pero muchos de sus líderes -con vista al largo plazo- se dedicaron desde entonces a cambiar la manera de pensar de la juventud, prestándoles especial atención a los jóvenes oficiales.

La educación pública promueve la idea de que la libertad es un valor perfectamente divisible y que lo importante es la libertad política, mientras que la libertad económica es algo que desean solamente los ricos y los empresarios para que los bondadosos funcionarios públicos se vean imposibilitados de proteger al pueblo.

Hoy es grato ver que los estudiantes universitarios en Venezuela son los abanderados en reclamar la libertad de expresión y de manifestar ardorosamente en contra de políticas y atropellos del gobierno, pero por varias décadas la educación primaria, media y universitaria estuvo básicamente regida por intelectuales de izquierda, quienes firmemente creen que el futuro de la nación depende de una cada vez mayor concentración del poder político y económico en manos de sus clarividentes líderes, de una ingeniería social impuesta por quienes sí saben lo que más conviene a las masas, mientras sienten un profundo desprecio por los conceptos de libertad individual, igualdad ante la ley, propiedad privada y el libre mercado.

En nuestros colegios y universidades se suele enseñar sobre las injusticias sociales ocurridas durante la Revolución Industrial, que fue justamente la primera vez en la historia universal cuando el ingreso per cápita comenzó a aumentar significativamente y cuando el nivel de vida de los obreros comenzaba a ser muy superior al de los trabajadores del campo. Esa curva ascendente del ingreso per cápita se hacía más perceptible en la medida que aumentaba el capital invertido, creciendo asimismo tanto la productividad como la demanda y, en consecuencia, los salarios y el bienestar de los trabajadores.

A mediano y largo plazo, la única manera de aumentar los salarios reales es a través de incrementos en la productividad de la mano de obra, lo cual se logra solamente con entrenamiento y mayores inversiones en maquinarias y equipos.

Ante el crecimiento de la demanda, el empresario evalúa constantemente si conviene más aumentar el número de trabajadores o invertir en maquinaria más sofisticadas. Si luego baja la demanda, la maquinaria puede ser utilizada por menos horas, mientras que en muchos países se dificulta o se hace inmensamente costoso despedir a un trabajador. Eso pareciera beneficiar a la clase obrera, pero bajo tales condiciones se crean muchos menos empleos porque los empresarios prefieren invertir en equipos y contratar menos personal.

Otra parte de esa tragedia es que las leyes laborales socialistas en la práctica imponen un matrimonio obligado entre patronos y los trabajadores, quienes entonces no saltan a mejores puestos en industrias emergentes y con gran futuro porque no quieren perder sus prestaciones y beneficios acumulados.

La globalización ha disparado el concepto de la “destrucción creativa” enunciado por Schumpeter en 1912, en la medida que las innovaciones que surgen de todas partes del mundo convierten en obsoletos, de la noche al día, a los inventarios, las ideas, las técnicas y los equipos. Si a esto le agregamos la inflexibilidad de perjudiciales leyes laborales, tenemos el fracaso asegurado.

Sin embargo, en América Latina seguimos bajo demagógicas leyes laborales que imponen altas indemnizaciones y demás beneficios contractuales, sean estos económicamente viables o no, a la vez que multiplican las regulaciones que aumentan los costos de operación, reducen la rentabilidad, incrementan la corrupción, disparan el crecimiento del sector informal, aumentan la disparidad de ingresos y ahuyentan nuevas inversiones. Esa es realmente la fórmula segura para el fracaso.

El éxito futuro depende del libre funcionamiento del mercado, a través de la oferta y la demanda, que permite el flujo de la indispensable información aportada por precios libres, que a su vez permite la óptima utilización de limitados recursos. Y al entonces concentrarnos en lo que comparativamente podemos producir más eficientemente, importando todo lo demás, avanzaríamos rápidamente hacia una mucho mayor y más generalizada prosperidad.

El mundo socialista y planificado es altamente retrógrado y conservador, en el sentido que le cierran la puerta a las innovaciones que, por definición, no pueden formar parte de un plan centralizado.

Nuestras constituciones socialistas han jugado un importante y negativo papel en América Latina. Aunque comenzamos la vida independiente bajo constituciones bastante parecidas a la de Estados Unidos, la cual, como dije antes, fue principalmente redactada para proteger al ciudadano de los abusos de los gobernantes, nuestras constituciones han sido reemplazadas por otras, crecientemente demagógicas y convertidas en verdaderas piñatas que supuestamente nos garantizan todos los derechos sociales imaginables. Eso en parte se debe a que son redactadas por políticos que jamás tuvieron la experiencia de verse obligados a sobrevivir en un mercado competitivo ni darle el frente al pago de una nómina salarial.

En 1961, la nueva constitución venezolana de corte claramente socialista introdujo una gran cantidad de los llamados “derechos sociales”, tales como el derecho al trabajo, a la atención médica, a la vivienda, a salarios “justos”, etc. El Artículo 99 describía la “función social” de la propiedad, mientras que los pocos artículos referentes a la libertad económica fueron suspendidos durante los siguientes 30 años de la vigencia de esa constitución.

De hecho, todas las constituciones venezolanas desde la de 1936 permiten la suspensión de derechos y garantías constitucionales en caso de “emergencia nacional”, por lo que no nos debe extrañar que nuestros gobernantes se acostumbraran a mantenernos en medio de alguna emergencia nacional para gobernar por decreto.

Otro frecuente problema constitucional latinoamericano es que cumplir con la letra de nuestras constituciones suele implicar una irremediable quiebra del Estado. Entonces, una importantísima función de los gobernantes y burócratas es decidir cómo repartir los premios y castigos entre diferentes grupos: sindicatos, la burocracia, los sin techo, campesinos, indígenas, ambientalistas, empresarios, dueños de medios de comunicación, banqueros, etc.

En Venezuela vamos por la constitución número 26, la cual está en proceso de ser cambiada por otra aún más socialista y que le permita a Chávez reelegirse de por vida, destruyendo definitivamente todo vestigio de equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Los presidentes de Ecuador y Bolivia imitan a Chávez, quien a su vez avanza precipitadamente por el camino del miserablemente fracasado “socialismo o muerte” trazado por Fidel Castro en Cuba hace ya casi medio siglo.

Los salarios mínimos y las excesivas regulaciones producen desempleo y fomentan la informalidad; los altos impuestos del estado bienestar impiden el ahorro, mientras que los servicios públicos recibidos a cambio suelen ser deficientes; los controles de precios producen escasez; la politización del sistema monetario empobrece a la ciudadanía entera y fomenta la huída de capitales, mientras que la redistribución de la riqueza ha sido el mayor de los fraudes porque sólo los políticos y sus amigos se han beneficiado.

Nuestra clase política y nuestros intelectuales suelen culpar a Estados Unidos de los males que afectan a América Latina. Desde el fin de la Segunda Guerra hasta los años 80 prevaleció en gran parte de América Latina la llamada teoría de la dependencia promovida por la CEPAL y, especialmente, por su director desde 1948 hasta 1962, el economista argentino Raúl Presbich. Fue un abanderado del proteccionismo que definía al intercambio comercial como la explotación de los países pobres por parte de los países ricos, que nos exportaban productos manufacturados caros a cambio de materias primas baratas.

El supuesto remedio fue la sustitución de importaciones a través de la imposición de permisos, licencias de importación, altos aranceles y cuotas para proteger a la industria nacional que recibía abundante y barato financiamiento de los bancos estatales.

Claro que sin competencia extranjera, el mercado nacional tiende a la concentración y a los monopolios. Así vimos aparecer a millonarios mercantilistas que rápidamente se dieron cuenta que es mucho más fácil y remunerador convencer a un ministro o a unos pocos funcionarios encargados de fijar precios y repartir subsidios que a cientos de miles de consumidores empeñados en obtener óptima calidad a precios bajos.

Lo que trato de decir es que entre los peores enemigos del capitalismo en América Latina sobresalen nuestros pseudocapitalistas mercantilistas.

En los años 70 surgieron en Venezuela los llamados “12 apóstoles” del presidente Carlos Andrés Pérez, empresarios que gozaron de inmensos privilegios y jugosos monopolios. Su increíble habilidad se comprueba todavía hoy al ver a uno que otro de ellos enchufado con Hugo Chávez, por lo que un conocido escritor y editor venezolano afirma que “los 12 apóstoles de Carlos Andrés Pérez se han convertido en 40 ladrones de Hugo Chávez”.

En el caso venezolano, pienso que varios de los peores ministros de Hacienda y Fomento que tuvimos en los años 70 y 80 fueron altos ejecutivos de importantes grupos empresariales que utilizaban descaradamente sus cargos para beneficiar a sus socios y jefes, quienes gozaron de privilegios especiales en la asignación de dólares durante el control de cambio, licencias de importación, subsidios y créditos baratos de los bancos estatales y de la Corporación Venezolana de Fomento.

Posteriormente, las llamadas políticas neoliberales de los años 90 frecuentemente le siguieron dando la espalda al libre mercado, desprestigiando la percepción del capitalismo en la mente del pueblo, ya que los monopolios y empresas estatales, que en México llegaron a ser más de 500, a menudo se convirtieron en monopolios y oligopolios privados que aunque mejoraron la calidad de bienes y servicios, también multiplicaron sus precios y tarifas, además de que procedieron a despedir a gran parte de la innecesaria burocracia de las viejas empresas del gobierno.

El símbolo del mercantilismo continental es probablemente el mexicano Carlos Slim. En abril, la revista Forbes colocó al Sr. Slim en el segundo lugar, entre la gente más rica del mundo, con una fortuna personal de más de 53 mil millones de dólares. Pero en junio, el medio financiero mexicano Sentido Común reportó que Slim había reemplazado a Bill Gates, como el hombre más rico del mundo, con 67 mil millones de dólares, agregando que Slim y su familia son dueños de “casi el 8% del producto interno bruto de México”.

Sobre lo que no hay duda es que los mexicanos pagan las tarifas telefónicas más altas del continente y de todos los 30 países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo, lo cual le permitió al grupo Telmex, a partir del año 2000, su agresiva adquisición de empresas telefónicas por casi toda América Latina.

El llamado neoliberalismo latinoamericano hizo bastante daño y causó mucha confusión, mientras que en Estados Unidos la izquierda ya se había apoderado desde hace mucho tiempo del término “liberal”, ilustre vocablo de origen castellano, que siempre fue el antónimo de “servil”.

La definición del verdadero liberalismo no ha cambiado mucho desde el siglo XVIII: el individuo es la fuente de sus propios valores morales; el libre intercambio entre individuos optimiza la eficiencia y la libertad; el mercado es un orden espontáneo para el mejor uso de escasos recursos; el libre intercambio entre naciones maximiza la riqueza a través de la división internacional del trabajo, al mismo tiempo que reduce las tensiones políticas y la intolerancia nacionalista; las funciones del gobierno son estrictamente limitadas a lo que los individuos no pueden hacer por sí mismos, en cuanto a la defensa nacional, a mantener un Estado de Derecho para la protección de las personas y de sus propiedades, garantizando el cumplimiento de contratos libremente acordados, con leyes claras y constantes, aplicables a todos por igual, además de la emisión de una moneda estable y confiable que estimule el ahorro y el esfuerzo individual.

Para evitar confusiones, los clásico-liberales de hoy se suelen llamar libertarios.

Creo firmemente que el impresionante crecimiento económico que están logrando varios países ex comunistas se debe a su rápido avance hacia ese ideal libertario. Le escuché decir a Mart Laar, exitoso primer ministro de Estonia durante dos períodos, lo complacido que se sentía de haber comprobado que “las ideas de Milton Friedman sí funcionan”. El Congreso chino reconoció este año el derecho de los ciudadanos a la propiedad privada y Albania acaba de establecer una tasa única del impuesto sobre la renta de 10%, tanto a las personas naturales como a las empresas, al comprobarse que la reducción y unificación de la tasa impositiva ha conducido en varios otros países a aumentar considerablemente la recaudación total. Eso se debe a dos razones: se reduce drásticamente la evasión y se multiplican las inversiones.

Por cierto que donde primero se instrumentó un impuesto de tasa única y pareja fue en Hong Kong, donde el ingreso per cápita equivalía en 1960 a 28% del de Gran Bretaña, pero para 1996 había aumentado a 136% del de Gran Bretaña, debido a las políticas de libre mercado instrumentadas por John Copperthwaite.

El despegue y éxito de la pequeña Estonia ha sido similarmente espectacular y su ex primer ministro Laar admite que él no es economista y que ha leído un solo libro de economía, “Libertad de elegir” de Milton Friedman, añadiendo “yo era tan ignorante que creía que los beneficios de la privatización, el impuesto de tasa única y la abolición de las barreras a las importaciones eran los resultados de reformas económicas practicadas en Occidente. Como eran de sentido común para mí, creía que habían sido instrumentadas en todas partes. Sencillamente las introduje en Estonia, a pesar de las advertencias de nuestros economistas de que no se podía hacer. Decían que era tan imposible como tratar de caminar sobre el agua. Lo hicimos y simplemente caminamos sobre el agua porque no sabíamos que era imposible”.

En América Latina tenemos el estupendo ejemplo chileno, una nación tradicionalmente pobre que al liberar la economía logró disparar un crecimiento sostenido. En ese nuevo Chile surgió la revolución mundial de las pensiones, bajo el liderazgo de José Piñera, que ya se ha extendido a 8 países latinoamericanos, donde más de 50 millones de trabajadores cuentan con más de 100.000 millones de dólares ahorrados en cuentas individuales. Asimismo, varios países ex comunistas han privatizado sus sistemas de jubilaciones y, en este campo, Colombia y varias otras naciones latinoamericanas están ya por delante de Estados Unidos.

Lamentablemente, el gobierno de Estados Unidos nunca se ha preocupado en vender las ventajas capitalistas de libre comercio y libertad de empresa en América Latina. Por el contrario, desde tiempos de la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy, cualquier ayuda económica de Washington estaba sujeta a que los gobiernos latinoamericanos aumentaran los impuestos y a menudo trataban de imponernos reformas agrarias que ni siquiera Franklin Roosevelt consideró conveniente para su país.

En cualquier caso, miles de millones de dólares en ayuda extranjera no han cambiado nada en el mundo desde que comenzaron tales programas después de la Segunda Guerra. Como bien lo explicaba el más brillante economista del desarrollo, Peter Bauer: “El argumento que las donaciones externas son necesarias para el progreso de los países pobres confunde causa y efecto. Son los logros económicos los que producen activos y dinero; no son los activos y el dinero los que producen logros económicos…”

Ahora, en Estados Unidos se habla mucho de “nivelar el campo de juego”, con lo que algunos sindicatos y sectores industriales y agrícolas súper protegidos y poco competitivos aspiran seguir aprovechando actuales y futuras barreras a la importación. Nivelar el campo de juego en realidad significa aumentar el desempleo y la pobreza en América Latina.

Si Washington realmente creyera en las ventajas del capitalismo, el representante de Estados Unidos abriera las hasta ahora exageradamente largas y complejas negociaciones de los tratados bilaterales de libre comercio, diciendo lo siguiente: “Lo que claramente conviene más a los norteamericanos es poder comprar los mejores productos y servicios del mundo, al precio más bajo posible, por lo que procederemos a eliminar cualquier traba o barrera a la libre importación de productos y servicios provenientes de su país. Y en beneficio de su propia gente, les sugerimos, aunque en ningún momento le trataríamos de imponer, que ustedes hagan exactamente lo mismo. Entonces, finalizada la negociación, procedamos con el brindis”.

En América Latina, muchos de nuestros gobernantes y políticos siguen luchando contra enemigos imaginarios. Antes se culpaba al imperialismo yanqui que supuestamente nos obligaba a intercambiar materias primas baratas por productos manufacturados caros, hoy es la globalización, los subsidios agrícolas de los países ricos y las “asimetrías”.

En cuanto a los subsidios agrícolas, si estos, por ejemplo, permiten a latinoamericanos comprar pan más barato porque es elaborado con trigo subsidiado por los contribuyentes norteamericanos, ello debería ser más bien aplaudido y apoyado por quienes pretenden defender a los pobres de su país.

El tema de las asimetrías es todavía más absurdo. Equivale a decir que si un hombre rico, manejando su Rolls-Royce, se para en un semáforo y le compra una caja de chicles a un jovencito en alpargatas, se aprovecha y perjudica a ese muchachito.

Así como los dictadores del siglo XX nos decían que los latinoamericanos no estábamos listos para la democracia, los políticos de hoy insisten que no estamos listos para la libertad económica.

El problema latinoamericano es profundo y difícil de combatir porque las principales trabas al bienestar y a la prosperidad forman parte de nuestras instituciones: nuestros gobiernos, nuestras leyes y constituciones, nuestros sistemas judiciales politizados y una educación pública que a lo largo de varias generaciones ha deformado la manera de pensar de la ciudadanía. Lejos de promover la responsabilidad individual, la propaganda política en la educación pública enseña a los niños que el gobierno es el tío rico y bondadoso que siempre estará allí para ayudarles, cuidarlos y hacer posible su felicidad. El problema, claro está, es que el gobierno sólo puede darme a mí lo que antes le quitó a usted.


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