VIERNES, 14 DE ENERO DE 2011
¡Libertad!
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Krishna Avendaño






¿Por qué la concepción de la libertad y de una independencia pasa por la imagen de un guerrillero, fusil en mano, perdido en la selva imaginando un mundo diferente? ¿Es así como se legitima un proyecto que de libertario no tiene nada y de autoritario tiene mucho?


El presente texto es el ensayo ganador del primer lugar en el segundo concurso Caminos de la Libertad organizado por Fundación Azteca y Grupo Salinas.

Si de libertad se trata, mal empezamos si en la habitación donde se lee este ensayo hay un afiche del Che Guevara en alguna de las paredes. No hay que llevarse las manos a la cabeza en señal de vergüenza. La culpa puede ser circunstancial y no intencionada: en este mundo, donde unos cuantos han monopolizado la palabra libertad –los mismos que ostentan términos como independencia, las garras del imperio, explotación capitalista, neoliberalismo salvaje, proletariado, etc.–, es difícil escapar a las imágenes que para los latinoamericanos son la representación única y legítima de la liberación. ¿Cuál es su atractivo? ¿Por qué la concepción de la libertad y de una independencia pasa por la imagen de un guerrillero, fusil en mano, perdido en la selva imaginando un mundo diferente?

Debemos partir de una premisa: históricamente, tanto las clases políticas como la intelligentsia se han encargado de formar una consciencia de victimización. No es de extrañar que panfletos como Las venas abiertas de América Latina, del uruguayo sentimental Eduardo Galeano, sean objetos de culto entre intelectuales. Existe, pues, un grupo mayoritario que ha tratado de entender la identidad latinoamericana como la de un territorio oprimido desde que fue concebido como tal. De hecho, es recurrente el argumento de que las grandes potencias se han desarrollado a costa de los países tercermundistas de América Latina.

Hay a la luz de los acontecimientos un par de hechos irrefutables: la historia de Europa es una extensa tragedia que devino en democracia y progreso económico en la mayoría de los países que alguna vez fueron devastados por una guerra o una dictadura; la de América Latina es un vendaval que ha sido testigo de regímenes totalitarios a lo largo de sus años y que, aún en la actualidad, es propenso a caer en la seducción de la promesa de libertad, independencia, una identidad propia, al fin lejos de la influencia del resto del mundo. Es lógico adjudicar esta actitud latinoamericana al célebre complejo del derrotado, del oprimido. Si esto es así, entonces es difícil comprender por qué en los países de América Latina existen hoy en día numerosos ejemplos de Estados que ponen en entredicho la democracia y las libertades más básicas. Más sorprendente es que en aquellos países se hable de que su modelo de sociedad es, en realidad, uno que pretende buscar la máxima libertad e independencia. ¿Por qué los líderes de naciones como Venezuela, Bolivia o Ecuador sostienen con vehemencia que es sólo en aquellos países es donde se está construyendo un verdadero modelo alternativo que tiene como fin liberar, por fin, al pueblo y establecer la identidad legítima de la región?

No es exagerado afirmar, como ya habíamos adelantado, que un concepto inherente a la humanidad, como lo es la libertad, haya sido monopolizado por aquellos que, bajo el amparo de la ideología colectivista, buscan construir sociedades basadas en las ideas románticas que ponen por detrás de la colectividad al individuo. Los oprimidos necesitan ser víctimas de algo o de alguien, y para los líderes populistas de América Latina el victimario siempre será el exterior, lo que muchos llaman el imperio, pero también lo será el empresario, el burgués –ahora es más común hablar de la oligarquía–, el que, por alguna razón, parece no representar al verdadero latinoamericano. Habiendo analizado con cuidado ese argumento, sólo resta hacerse una pregunta: ¿y quién es ese latinoamericano legítimo?

En su lúcido ensayo, Dentro y fuera de América Latina[1], Mario Vargas Llosa afirma que «Una de las obsesiones recurrentes de la cultura latinoamericana ha sido definir su identidad»[2] y, con gran certeza, continúa con una opinión propia al respecto: «A mi juicio, se trata de una pretensión inútil, peligrosa e imposible, pues la identidad es algo que tienen los individuos y de la que carecen las colectividades»[3]. Es claro, pues, que el espíritu liberal e individualista no está del todo arraigado en la cultura de esta fracción del continente. No obstante, esto todavía no resuelve la duda que planteamos y a la que tenemos que añadir otra: ¿qué es lo que conforma la verdadera cultura latinoamericana?

La respuesta es compleja si de lo que se trata es de encontrar las raíces de esta sociedad. Hay tres explicaciones: la indigenista, la hispanista y la que, con mayor fortuna, engloba a las dos anteriores. La primera se ha cultivado últimamente en países con abundancia de indígenas, tales como México, Perú o Bolivia. La explicación hispanista nos dice que la cultura latinoamericana es esencialmente heredera de la Colonia y que, pese a las independencias, siguió presente a lo largo de todo Hispanoamérica, ya sea por el idioma, la gastronomía o la religión –y, en ese sentido, se puede afirmar que la independencia fue más bien política y que, en la mayoría de los casos, fue gestada por grupos criollos y acomodados que tenían mucho de hispanos. Es evidente que la mejor explicación es aquella que no ignora las tradiciones indígenas y que acepta que el legado hispano ha sido fundamental e incluso más notorio. Entonces, habiendo entendido esto, ya no es posible decir que el verdadero latinoamericano es aquel que, en palabras demagógicas, fue saqueado por aquellos conquistadores que sólo buscaban imponer su religión a un pueblo noble –cuando, en muchos casos, se ignora la naturaleza de imperios como el inca o el azteca. América Latina es una heterogeneidad de identidades en sí misma, inseparables la una de la otra. En el mismo sentido, con gran acierto, Johanna Losoya, en el libro Ciudades sitiadas, nos dice que «América Latina sitiada es un imaginario que para bien o para mal, tocando lo sublime o lo grotesco, invariablemente recurre a un escenario y narrativas históricos para legitimarse como idea»[4].

Por otro lado, el mundo latinoamericano del siglo XX se quedó sin el enemigo hispano y tuvo que buscar en otra nación en la cual depositar la responsabilidad de las tragedias locales. El elegido fue Estados Unidos, que después de la Primera Guerra Mundial se volvió uno de los grandes acreedores del mundo y una de las economías de mayor crecimiento. A pesar de la Gran Depresión, tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos pasó a ser el así llamado imperio, la nación más poderosa en cuestión militar, cuya influencia se comenzó a expandir por todo el globo. Los acontecimientos posteriores son harto conocidos: dictaduras de derecha a lo largo del continente, intervenciones en la política interna de muchos países, el ascenso del comunismo como principal fuerza opositora de las naciones capitalistas, la recién nacida guerra fría, intelectuales que releían a Karl Marx, jóvenes idealistas que buscaban un nuevo mundo libre de toda decadencia moral, el Mayo francés de 1968, la teoría de la dependencia, entre otras cosas. Todos esos factores se conjugaron en América Latina para el auge del pensamiento socialista.

Los latinoamericanos sintieron que por fin era posible liberarse de la corrupción y violencia de los Estados. En ese sentido, el paradigma de lucha y libertad fue la revolución cubana, que dio paso a líderes como Fidel Castro y Ernesto Guevara de la Serna, mejor conocido como el Che Guevara. Guerrillas, partidos comunistas, colectivos estudiantiles, protestas en las calles, escritores y poetas que expandieron las fronteras culturales de Latinoamérica, principalmente en Europa, y la admiración del viejo mundo por lo que se estaba haciendo en los países tropicales. Todos esos aspectos se volvieron seductores paran naciones enteras y tomaron la forma de estandartes de la libertad, de la revolución: la nueva y auténtica independencia a la luz del siglo XX.

Esto, cuando los ánimos se sosiegan, resulta más aterrador que romántico y loable. Y lo es porque basta con analizar la naturaleza de los regímenes socialistas de América Latina y la de sus líderes para comprobar que no hay tal cosa como libertad en lo que ellos claman. Sin duda uno de los mejores ejemplos es el del Che Guevara, quien hoy en día es visto como una de las personas más nobles de todos los tiempos, un Cristo armado como muchos siguen llamándolo, parafraseando a Jean Paul Sartre. Ernesto Guevara es irónicamente el mejor promotor de ventas para el negocio de la revolución. Álvaro Vargas Llosa inicia contundentemente su artículo La máquina de matar: El Che Guevara, de agitador comunista a marca capitalista:

El Che Guevara, quien hizo tanto (¿o tan poco?) por destruir al capitalismo, es en la actualidad la quintaesencia de una marca capitalista. Su semblante adorna jarros de café, caperuzas, encendedores, llaveros, billeteras, gorras de béisbol, tocados, bandadas, musculosas, camisetas deportivas, carteras finas, jeans de denim, té de hierbas, y por supuesto esas omnipresentes remeras con la fotografía, tomada por Alberto Korda, del galán socialista luciendo su boina durante los primeros años de la revolución, en el instante en que el Che de casualidad se introdujo en el visor del fotógrafo—y en la imagen que, treinta y ocho años después de su muerte, constituye aún el logotipo del revolucionario (¿o del capitalista?) “chic”. Sean O'Hagan sostuvo en The Observer que existe incluso un jabón en polvo con el eslogan "El Che lava más blanco."[5]

Es tanta la atracción que genera el Che, que es riesgoso intentar sacar a la luz lo totalitario de su pensamiento. Ernesto Guevara es en realidad el paradigma de la afrenta que el socialismo significó para la libertad en América Latina: dictaduras tropicales que sumieron a muchos países en la pobreza, reformas agrarias que, como en el caso de Perú durante el régimen del general Velasco Alvarado, sólo colapsaron la productividad en el campo; control de los medios de comunicación, y lo que es más grave, la apropiación y posterior monopolización de las ideas de libertad e independencia. Durante los primeros años del régimen de Fidel Castro, el Che fue designado director de la prisión de La Cabaña, donde, según testimonios de sobrevivientes, los fusilamientos eran recurrentes. Álvaro Vargas Llosa nos dice lo siguiente: « ¿Cuánta gente fue asesinada en La Cabaña? Pedro Corzo ofrece una cifra de unos doscientos, similar a la proporcionada por Armando Lago, un profesor de economía retirado que ha compilado una lista de 179 nombres como parte de un estudio de ocho años sobre las ejecuciones en Cuba»[6]. Para 1959 y hasta 1961, el Che fue el encargado del Banco Nacional, y a él se deben el racionamiento y el colapso de la producción de azúcar tras aplicar diversas medidas de planificación central. Más tarde es conocida su fallida incursión militar en el Congo, de donde fue expulsado por ser considerado una persona non grata por los mismos pobladores. A pesar de estos antecedentes, y de los asesinatos que él mismo confiesa en sus diarios haber perpetrado, el Che Guevara sigue siendo el símbolo de toda una generación. Pero sobre todo, aquellos que hoy ostentan la autoridad moral sobre temas de libertad son los mismos que descienden de una tradición violenta y de un modelo que, tras ser aplicado en la realidad, supone la coacción e incluso el terror.

¿Qué hace atractivo a este pensamiento? Karl Popper, en su obra magna La sociedad abierta y sus enemigos, ofrece una buena explicación: « ¿Por qué estas filosofías sociales se vuelven contra la civilización? (...) ¿Por qué atraen a tantos intelectuales? Personalmente me inclino a creer que la razón reside en su deseo de dar expansión a una insatisfacción profundamente arraigada, frente a un mundo que no se acerca, ni lejanamente, a nuestros ideales morales ni a nuestros sueños de perfección. La tendencia del historicismo a defender la rebelión contra la civilización puede obedecer al hecho de que el historicismo es en sí mismo, con mucho, una reacción contra el peso de nuestra civilización y su exigencia de responsabilidad personal»[7].

¿Es América Latina una historia sombría y una tragedia irresoluble? La turbulencia política después de las independencias, las constantes sucesiones presidenciales, las guerras civiles, las sociedades cerradas, la pobreza, las revoluciones, las dictaduras socialistas y las de derecha, los nuevos intentos por terminar con la frágil democracia, son factores que llevan al pesimismo. A pesar de esto, ha habido momentos lúcidos. Por ejemplo, el liberalismo en América Latina supuso la independencia del individuo frente al clero y, en cierta medida, al Estado.

Se puede pensar que las décadas de los sueños en Latinoamérica quedaron atrás y que hoy muchos países, en mayor o menor medida, están insertos en la era de la globalización y la democracia liberal. Ésta es una percepción engañosa. En la actualidad, si bien se ha aceptado la economía de mercado y los procesos democráticos tienen una continuidad que antes no tenían, existen aún varias dudas sobre el devenir de América Latina. De no ser así, ¿entonces por qué el emprendedor es estereotipado como el villano de todo el entramado de la sociedad? La respuesta que ofrece Popper parece más que convincente.

Existen, por otro lado, casos exitosos que devuelven el optimismo. Chile, como muchos otros países de la región, optó por la vía socialista. Con Salvador Allende, en cuestión de pocos años, dada la nula viabilidad económica de dicho sistema, la hiperinflación fue una constante en el país. Por otro lado, la lucha ideológica, en el marco de la guerra fría en la que la batalla entre anticomunistas y anticapitalistas era debate diario, propició el clima violento para que el general Augusto Pinochet tomara el poder mediante un golpe de estado. El resultado es bien conocido: una recuperación económica ensombrecida por miles de desaparecidos y un régimen que se olvidó de las libertades sociales. Lo que parecía otro momento perdido pasó a ser un caso de éxito: habiendo sido depuesto Augusto Pinochet por la vía democrática, las fuerzas políticas chilenas encontraron un margen de consenso que permitió al país, en cuestión de años, ser una de las economías más dinámicas y con menor cantidad de pobreza. El individuo, libre, independiente, por fin emancipado, sin necesidad de guerrillas, de dos regímenes de opresión, encontró un marco de acción que, sumados los millones de habitantes, fundamentó el despegue del país en el contexto nacional y global. No es raro que en estudios recientes, Chile sea siempre el primer lugar en libertad económica en la región y uno de los primeros diez en el mundo.[8]

La experiencia histórica ha demostrado que el individuo libre es la base de las sociedades prósperas. La actualidad exige una redefinición de conceptos tales como la independencia. Ella, en este nuevo siglo, debe implicar, ante todo, autonomía del hombre frente a grupos que inherentemente suponen coacción para explotar su capacidad emprendedora. Así pues, creer que tanto la independencia como la libertad es derrotar a un ejército enemigo, nacionalizar algunas empresas y ponerle un nombre propio al país, es reducir la cuestión a una caricatura, pecar de simplismo y vivir atados a una actitud anacrónica que requiere ser actualizada con urgencia para así enfrentar los retos del siglo que, poco a poco, se va construyendo.

El verdadero instrumento de la libertad son las ideas y en eso América Latina es especialmente vasta. Así como su adicción es imaginar, este aspecto ha sido el que ha generado las numerosas expresiones artísticas que posicionaron a Latinoamérica como una de las zonas con mayor y más interesante producción. Desde autores que, nutridos por la experiencia internacional y las culturas germánicas, como Borges, hasta escritores profundamente latinos como Mario Vargas Llosa o más recientemente Roberto Bolaño, América Latina sigue mostrándose como un territorio de imaginación que se extiende de manera infinita.

Si, entonces, Latinoamérica es abundante en ideas, haciendo uso de ellas podemos decir que independencia y libertad no son guerrilla ni un enemigo que ha alcanzado el desarrollo económico antes que nosotros; independencia y libertad son un poema, una empresa por crear, un proyecto a emprender. Es sólo así como es posible devolver la libertad a su estado primigenio, desmonopolizarla y, por fin, volverla del dominio público.

 

Referencias

[1] Basado en una conferencia leída en la Universidad de Humboldt con motivo de la concesión del Doctorado Honoris Causa. Berlín, 13 de octubre de 2005.

[2] Vargas Llosa, Mario (2009). Sables y Utopías. Dentro y fuera de América Latina. pp 348.

[3] Ibíd.

[4] Losoya, Johanna (2010). Ciudades sitiadas.

[5] Artículo publicado en el Independent Institute en junio de 2005. http://www.elindependent.org/articulos/article.asp?id=1535

[6] Ibíd.

[7] Popper, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. pp 19. Por historicismo, Popper se refiere a la doctrina que, partiendo de Hegel y Marx, inspiró a muchos pensadores a creer que la historia está determinada por leyes. Marx, por su parte, creyó desentrañar estas leyes históricas proponiendo que el socialismo es la etapa que ha de seguir inevitablemente al capitalismo por medio de la revolución de la clase trabajadora.

[8] Ver el Índice de libertad económica para el año 2010 que The Heritage Fundation realiza: http://www.heritage.org/index/country/Chile


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