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Sobre la Libertad

“El objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los lmites del poder que puede ejercer legtimamente la sociedad sobre el individuo, cuestin que rara vez ha sido planteada y casi nunca ha sido discutida en trminos generales, pero influye profundamente en las controversias prcticas del siglo por su presencia latente, y que, segn todas las probabilidades, muy pronto se har reconocer como la cuestin vital del porvenir.”


John Stuart Mill
LUNES, 21 DE AGOSTO DE 2006
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El objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los lmites del poder que puede ejercer legtimamente la sociedad sobre el individuo, cuestin que rara vez ha sido planteada y casi nunca ha sido discutida en trminos generales, pero influye profundamente en las controversias prcticas del siglo por su presencia latente, y que, segn todas las probabilidades, muy pronto se har reconocer como la cuestin vital del porvenir. Est tan lejos de ser nueva esta cuestin, que en cierto sentido ha dividido a la humanidad, casi desde las ms remotas edades, pero en el estado de progreso en que los grupos ms civilizados de la especie humana han entrado ahora, se presenta bajo nuevas condiciones y requiere ser tratada de manera diferente y ms fundamental.

La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo ms saliente de esas partes de la Historia con las cuales llegamos antes a familiarizarnos, especialmente en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero en la antigedad esta disputa tena lugar entre los sbditos o algunas clases de sbditos y el Gobierno. Se entenda por libertad la proteccin contra la tirana de los gobiernos polticos. Se consideraba que stos (salvo en algunos gobiernos democrticos de Grecia), se encontraban necesariamente en una posicin antagnica a la del pueblo que gobernaban. El Gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu o una casta que derivaba su autoridad del derecho de sucesin o de conquista, que en ningn caso contaba con el asentamiento de los gobernadores y cuya supremaca los hombres no osaban, ni acaso tampoco deseaban, discutir, cualesquiera que fuesen las precauciones que tomaran contra su opresivo ejercicio. Se consideraba el poder de los gobernantes como necesario, pero tambin como altamente peligroso; como un arma que intentaran emplear tanto contra sus sbditos como contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros ms dbiles de la comunidad fuesen devorados por los buitres, era indispensable que un animal de presa, ms fuerte que los dems, estuviera encargado de contener a estos voraces animales. Pero como el rey de los buitres no estara menos dispuesto que cualquiera de las arpas menores a devorar el rebao, haca falta estar constantemente a la defensiva contra su pico y sus garras. Por esto, el fin de los patriotas era fijar los lmites del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer sobre la comunidad, y esta limitacin era lo que entendan por libertad. Se intentaba de dos maneras: primera, obteniendo el reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos polticos, que el Gobierno no poda infringir sin quebrantar sus deberes, y cuya infraccin, de realizarse, llegaba a justificar una resistencia individual y hasta una rebelin general. Un segundo posterior expediente fue el establecimiento de frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cierto cuerpo que se supona el representante de sus intereses, era condicin necesaria para algunos de los actos ms importantes del poder gobernante. En la mayora de los pases de Europa, el Gobierno ha estado ms o menos ligado a someterse a la primera de estas restricciones. No ocurri lo mismo con la segunda; y el llegar a ella, o cuando se la haba logrado ya hasta un cierto punto, el lograrla completamente fue en todos los pases el principal objetivo de los amantes de la libertad. Mientras la humanidad estuvo satisfecha con combatir a un enemigo por otro y ser gobernada por un seor a condicin de estar ms o menos eficazmente garantizada contra su tirana, las aspiraciones de los liberales pasaron ms adelante.

Lleg un momento, sin embargo, en el progreso de los negocios humanos en el que los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente, con un inters opuesto al suyo. Les pareci mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegado revocables a su gusto. Pensaron que slo as podran tener completa seguridad de que no se abusara jams en su perjuicio de los poderes de gobierno. Gradualmente esta nueva necesidad de gobernantes electivos y temporales hizo el objeto principal de las reclamaciones del partido popular, en donde quiera que tal partido existi; y vino a reemplazar, en una considerable extensin, los esfuerzos procedentes para limitar el poder de los gobernantes. Como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder gobernante de la eleccin peridica de los gobernados, algunas personas comenzaron a pensar que se haba atribuido una excesiva importancia a la idea de limitar el poder mismo. Esto (al parecer) fue un recurso contra los gobernantes cuyos intereses eran habitualmente opuestos a los del pueblo. Lo que ahora se exiga era que los gobernantes estuviesen identificados con el pueblo, que su inters y su voluntad fueran el inters y la voluntad de la nacin. La nacin no tendra necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habra temor de que se tiranizase a s misma. Desde el momento en que los gobernantes de una nacin eran eficazmente responsables ante ella y fcilmente revocables a su gusto, poda confiarles un poder cuyo uso a ella misma corresponda dictar. Su poder era el propio poder de la nacin concentrado y bajo una forma cmoda para su ejercicio. Esta manera de pensar, o acaso ms bien de sentir, era corriente en la ltima generacin del liberalismo europeo, y, al parecer, prevalece todava en su rama continental. Aquellos que admiten algunos lmites a lo que un Gobierno puede hacer (excepto si se trata de gobiernos tales que, segn ello, no deberan existir), se distinguen como brillantes excepciones, entre los pensadores polticos del continente. Una tal manera de sentir podra prevalecer actualmente en nuestro pas, si no hubieran cambiado las circunstancias que en su tiempo la fortalecieron.

Pero en las teoras polticas y filosficas, como en las personas, el xito saca a la luz defectos y debilidades que el fracaso nunca hubiera mostrado a la observacin. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su poder sobre s mismo poda parecer un axioma cuando el gobierno popular era una cosa acerca de la cual no se haca ms que soar o cuya existencia se lea tan slo en la historia de alguna poca remota. Ni hubo de ser turbada esta nocin por aberraciones temporales tales como las de la Revolucin francesa, de las cuales las peores fueron obra de una minora usurpadora y que, en todo caso, no se debieron a la accin permanente de las instituciones populares, sino a una explosin repentina y convulsiva contra el despotismo monrquico y aristocrtico. Lleg, sin embargo, un momento en que una repblica democrtica ocup una gran parte de la superficie de la tierra y se mostr como uno de los miembros ms poderosos de la comunidad de las naciones; y el gobierno electivo y responsable se hizo blanco de esas observaciones y crticas que se dirigen a todo gran hecho existente. Se vio entonces que frases como el poder sobre s mismo y el poder de los pueblos sobre s mismos, no expresaban la verdadera situacin de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el gobierno de s mismo de que se habla, no es el gobierno de cada uno por s, sino el gobierno de cada uno por todos los dems. Adems la voluntad del pueblo significa, prcticamente, la voluntad de la porcin ms numerosa o ms activa del pueblo; de la mayora o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de s mismo, y las precauciones son tan tiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder. Por consiguiente, la limitacin del poder de gobierno sobre los individuos no pierde nada de su importancia aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido ms fuerte de la comunidad. Esta visin de las cosas, adaptndose por igual a la inteligencia de los pensadores que a la inclinacin de esas clases importantes de la sociedad europea a cuyos intereses, reales o supuestos, es adversa la democracia, no ha encontrado dificultad para hacerse aceptar; y en la especulacin poltica se incluye ya la tirana de la mayora entre los males, contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad.

Como las dems tiranas, esta de la mayora fue al principio temida, y lo es todava vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades pblicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano -la sociedad colectivamente, respecto de los individuos aislados que la componen- sus medios de tiranizar no estn limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios polticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propsito de cosas en las que no debera mezclarse, ejerce una tirana social ms formidable que muchas de las opresiones polticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho ms en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma. Por esto no basta la proteccin contra la tirana del magistrado. Se necesita tambin proteccin contra la tirana de la opinin y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prcticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formacin de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio.

Hay un lmite a la intervencin legtima de la opinin colectiva en la independencia individual; encontrarle y defenderle contra toda invasin es tan indispensable a una buena condicin de los asuntos humanos, como la proteccin contra el despotismo poltico.

Pero si esta proposicin, en trminos generales, es casi incontestable, la cuestin prctica de colocar el lmite -como hacer el ajuste exacto entre la independencia individual y la intervencin social- es un asunto en el que casi todo est por hacer. Todo lo que da algn valor a nuestra existencia, depende de la restriccin impuesta a las acciones de los dems. Algunas reglas de conducta debe, pues, imponer, en primer lugar, la ley, y la opinin, despus para muchas cosas a las cuales no puede alcanzar la accin de la ley. En determinarlo que deben ser estas reglas consiste la principal cuestin en los negocios humanos; pero si exceptuamos algunos de los casos ms salientes, es aquella hacia cuya solucin menos se ha progresado.

No hay dos siglos, ni escasamente dos pases, que hayan llegado, respecto de esto, a la misma conclusin; y la conclusin de un siglo o de un pas es causa de admiracin para otro. Sin embargo, las gentes de un siglo o pas dado no sospechan que la cuestin sea ms complicada de lo que sera si se tratase de un asunto sobre el cual la especie humana hubiera estado siempre de acuerdo. Las reglas que entre ellos prevalecen les parecen evidentes y justificadas por s mismas.

Esta completa y universal ilusin es uno de los ejemplos de la mgica influencia de la costumbre, que no es slo, como dice el proverbio, una segunda naturaleza, sino que continuamente est usurpando el lugar de la primera. El efecto de la costumbre, impidiendo que se promueva duda alguna respecto a las reglas de conducta impuestas por la humanidad a cada uno, es tanto ms completo cuanto que sobre este asunto no se cree necesario dar razones ni a los dems ni a uno mismo, La gente acostumbra a creer, y algunos que aspiran al ttulo de filsofos la animan en esa creencia, que sus sentimientos sobre asuntos de tal naturaleza valen ms que las razones, y las hacen innecesarias.

El principio prctico que la gua en sus opiniones sobre la regulacin de la conducta humana es la idea existente en el espritu de cada uno, de que debera obligarse a los dems a obrar segn el gusto suyo y de aquellos con quienes l simpatiza. En realidad nadie confiesa que el regulador de su juicio es su propio gusto; pero toda opinin sobre un punto de conducta que no est sostenida por razones slo puede ser mirada como una preferencia personal; y si las razones, cuando se alegan, consisten en la mera apelacin a una preferencia semejante experimentada por otras personas, no pasa todo de ser una inclinacin de varios, en vez de ser la de uno solo. Para un hombre ordinario, sin embargo, su propia inclinacin as sostenida no es slo una razn perfectamente satisfactoria, sino la nica que, en general, tiene para cualquiera de sus nociones de moralidad, gusto o conveniencias, que no estn expresamente inscritas en su credo religioso; y hasta su gua principal en la interpretacin de ste. Por tanto, las opiniones de los hombres sobre lo que es digno de alabanza o merecedor de condena est afectadas por todas las diversas causas que influyen sobre sus deseos respecto a la conducta de los dems, causas tan numerosas como las que determinan sus deseos sobre cualquier otro asunto. Algunas veces su razn; en otros tiempos sus prejuicios o sus supersticiones; con frecuencia sus afecciones sociales; no pocas veces sus tendencias antisociales, su envidia o sus celos, su arrogancia o su desprecio; pero lo ms frecuentemente sus propios deseos y temores, su legtimo o ilegtimo inters. En donde quiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del pas emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior. La moral, entre los espartanos y los ilotas, entre los plantadores y los negros, entre los prncipes y los sbditos, entre los nobles y los plebeyos, entre los hombres y las mujeres, ha sido en su mayor parte criatura de esos intereses y sentimientos de clase; y las opiniones as engendradas reabran a su vez sobre los sentimientos morales de sus miembros de la clase dominante en sus recprocas relaciones. Por otra parte, donde una clase, en otro tiempo dominante, ha perdido su predominio, o bien donde este predominio se ha hecho impopular, los sentimientos morales que prevalecen estn impregnados de un impaciente disgusto contra la superioridad. Otro gran principio determinante de las reglas de conducta impuestas por las leyes o por la opinin, tanto respecto a los actos como respecto a las opiniones, ha sido el servilismo de la especie humana hacia las supuestas preferencias o aversiones de sus seores temporales o de sus dioses. Este servilismo, aunque esencialmente egosta, no es hipcrita, y ha hecho nacer genuinos sentimiento de horror; l ha llevado a los hombres a quemar nigromantes y herejes. Entre tantas viles influencias, los intereses evidentes y generales de la sociedad han tenido, naturalmente, una parte, y una parte importante en la direccin de los sentimientos morales: menos, sin embargo, por su propio valor que como una consecuencia de las simpatas o antipatas que crecieron a su alrededor; simpatas y antipatas que, teniendo poco o nada que ver con los intereses de la sociedad, han dejado sentir su fuerza en el establecimiento de los principios morales.

As los gustos o disgustos de la sociedad o de alguna poderosa porcin de ella, son los que principal y prcticamente han determinado las reglas impuestas a la general observancia con la sancin de la ley o de la opinin.

Y, en general, aquellos que en ideas y sentimientos estaban ms adelantados que la sociedad, han dejado subsistir en principio, intacto, este estado de cosas, aunque se hayan podido encontrar en conflicto con ella en algunos de sus detalles. Se han preocupado ms de saber qu es lo que a la sociedad deba agradar o no que de averiguar si sus preferencias o repugnancias deban o no ser ley para los individuos. Han preferido procurar el cambio de los sentimientos de la humanidad en aquello en que ellos mismos eran herejes, a hacer causa comn con los herejes, en general, para la defensa de la libertad. El caso de la fe religiosa es el nico en que por todos, aparte de individualidades aisladas, se ha adoptado premeditadamente un criterio elevado y se le ha mantenido con constancia: un caso instructivo en muchos aspectos, y no en el que menos en aquel en que representa uno de los ms notables ejemplos de la falibilidad de lo que se llama el sentido moral, pues el odium theologicum en un devoto sincero es uno de los casos ms inequvocos de sentimiento moral. Los que primero se libertaron del yugo de lo que se llam Iglesia Universal estuvieron, en general, tan poco dispuestos como la misma Iglesia a permitir la diferencia de opiniones religiosas. Pero cuando el fuego de la lucha se apag, sin dar victoria completa a ninguna de las partes, y cada iglesia o secta se vio obligada a limitar sus esperanzas y a retener la posesin del terreno ya ocupado, las minoras, viendo que no tenan probabilidades de convertirse en mayoras, se vieron forzadas a solicitar autorizacin para disentir de aquellos a quienes no podan convertir. Segn esto, los derechos del individuo contra la sociedad fueron afirmados sobre slidos fundamentos de principio, casi exclusivamente en este campo de batalla, y en l fue abiertamente controvertida la pretensin de la sociedad de ejercer autoridad sobre los disidentes. Los grandes escritores a los cuales debe el mundo la libertad religiosa que posee, han afirmado la libertad de conciencia como un derecho inviolable y han negado, absolutamente, que un ser humanos pueda ser responsable ante otros por su creencia religiosa. Es tan natural, sin embargo, a la humanidad la intolerancia en aquello que realmente le interesa, que la libertad religiosa no ha tenido realizacin prctica en casi ningn sitio, excepto donde la indiferencia que no quiere ver turbada su paz por querellas teolgicas ha echado su peso en la balanza. En las mentes de casi todas las personas religiosas, aun en los pases ms tolerantes, no es admitido sin reservas el deber de la tolerancia. Una persona transigir con un disidente en materia de gobierno eclesistico, pero no en materia de dogma; otra, puede tolerar a todo el mundo, menos a un papista o un unitario; otra, a todo el que crea en una religin revelada; unos cuentos, extendern un poco ms su caridad, pero se detendr en la creencia en Dios y en la vida futura. All donde el sentimiento de la mayora es sincero e intenso se encuentra poco abatida su pretensin a ser obedecido.

En Inglaterra, debido a las peculiares circunstancias de nuestra historia poltica, aunque el yugo de la opinin es acaso ms pesado, el de la ley es ms ligero que en la mayora de los pases de Europa; y hay un gran recelo contra la directa intervencin del legislativo, o el ejecutivo, en la conducta privada, no tanto por una justificada consideracin hacia la independencia individual como por la costumbre, subsistente todava, de ver en el Gobierno el representante de un inters opuesto al pblico. La mayora no acierta todava a considerar el poder del Gobierno como su propio poder, ni sus opiniones como las suyas propias. Cuando lleguen a eso, la libertad individual se encontrar tan expuesta a invasiones del Gobierno como ya lo est hoy a invasiones de la opinin pblica. Ms, sin embargo, como existe un fuerte sentimiento siempre dispuesto a salir al paso de todo intento de control legal de los individuos, en cosas en las que hasta entonces no haban estado sujetas a l, y esto lo hace con muy poco discernimiento en cuanto as la materia est o no dentro de la esfera del legtimo control legal, resulta que ese sentimiento, altamente laudable en conjunto, es con frecuencia tan inoportunamente aplicado como bien fundamentado en los casos particulares de su aplicacin.

Realmente no hay un principio generalmente aceptado que permita determinar de un modo normal y ordinario la propiedad o impropiedad de la intervencin del Gobierno. Cada uno decide segn sus preferencias personales. Unos, en cuanto ven un bien que hacer o un mal que remediar instigaran voluntariamente al Gobierno para que emprendiese la tarea; otros, prefieren soportar casi todos los males sociales antes que aumentar la lista de los intereses humano susceptibles de control gubernamental. Y los hombres se colocan de un lado o del otro, segn la direccin general de sus sentimientos, el grado de inters que sienten por la cosa especial que el Gobierno habra de hacer, o la fe que tengan en que el Gobierno la hara como ellos prefiriesen, pero muy rara vez en vista de una opinin permanente en ellos, en cuanto a qu cosas son propias para ser hechas por un Gobierno. Y en mi opinin, la consecuencia de esta falta de regla o principio es que tan pronto es un partido el que yerra como el otro; con la misma frecuencia y con igual impropiedad se invoca y se condena la intervencin del Gobierno.

El objeto de este ensayo es afirmar un sencillo principio destinado a regir absolutamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo que tengan de compulsin o control, ya sean los medios empleados la fuerza fsica en forma de penalidades legales o la coaccin moral de la opinin pblica.

Este principio consiste en afirmar que el nico fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de accin de uno cualquiera de sus miembros, es la propia proteccin. Que la nica finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los dems. Su propio bien, fsico o moral, no es justificacin suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para l, porque le hara feliz, porque, en opinin de los dems, hacerlo sera ms acertado o ms justo.

Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algn perjuicio si obra de manera diferente Para justificar esto sera preciso pensar que la conducta de la que se trata de disuadirle produca un perjuicio a algn otro. La nica parte de la conducta de cada uno por la que l es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los dems. En la parte que le concierne meramente a l, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre s mismo, sobre su propio cuerpo y espritu, el individuo es soberano.

Casi es innecesario decir que esta doctrina es slo aplicable a seres humanos en la madurez de sus facultades. No hablamos de los nios ni de los jvenes que no hayan llegado a la edad que la ley fije como la de la plena masculinidad o femineidad. Los que estn todava en una situacin que exige sean cuidados por otros, deben ser protegidos contra sus propios actos, tanto como contra los daos exteriores. Por la misma razn podemos prescindir de considerar aquellos estados atrasados de la sociedad en los que la misma raza puede ser considerada como en su minora de edad. Las primeras dificultades en el progreso espontneo son tan grandes que es difcil poder escoger los medios para vencerlas; y un gobernante lleno de espritu de mejoramiento est autorizado para emplear todos los recursos mediante los cuales pueda alcanzar un fin, quiz inaccesible de otra manera. El despotismo es un modo legtimo de gobierno tratndose de brbaros, siempre que su fin sea su mejoramiento, y que los medios se justifiquen por estar actualmente encaminados a ese fin. La libertad, como un principio, no tiene aplicacin a un estado de cosas anterior al momento en que la humanidad se hizo capaz de mejorar por la libre y pacfica discusin. Hasta entonces, no hubo para ella ms que la obediencia implcita a un Akbar o un Carlomagno, si tuvo la fortuna de encontrar alguno. Pero tan pronto como la humanidad alcanz la capacidad de ser guiada hacia su propio mejoramiento por la conviccin o la persuasin (largo perodo desde que fue conseguida en todas las naciones, del cual debemos preocuparnos aqu), la compulsin, bien sea en la forma directa, bien en la de penalidades por inobservancia, no es que admisible como un medio para conseguir su propio bien, y slo es justificable para la seguridad de los dems.

Debe hacerse constar que prescindo de toda ventaja que pudiera derivarse para mi argumento de la idea abstracta de lo justo como de cosa independiente de la utilidad. Considero la utilidad como la suprema apelacin en las cuestiones ticas; pero la utilidad, en su ms amplio sentido, fundada en los intereses permanentes del hombre como un ser progresivo. Estos intereses autorizan, en mi opinin, el control externo de la espontaneidad individual slo respecto a aquellas acciones de cada uno que hacer referencia a los dems. Si un hombre ejecuta un acto perjudicial a los dems, hay un motivo para castigarle, sea por la ley, sea, donde las penalidades legales no puedan ser aplicadas, por la general desaprobacin. Hay tambin muchos actos beneficiosos para los dems a cuya realizacin puede un hombre ser justamente obligado, tales como atestiguar ante un tribunal de justicia, tomar la parte que le corresponda en la defensa comn o en cualquier otra obra general necesaria al inters de la sociedad de cuya proteccin goza; as como tambin la de ciertos actos de beneficencia individual como salvar la vida de un semejante o proteger al indefenso contra los malos tratos, cosas cuya realizacin constituye en todo momento el deber de todo hombre, y por cuya inejecucin puede hacrsele, muy justamente, responsable ante la sociedad. Una persona puede causar dao a otras no slo por su accin, sino por su omisin, y en ambos casos debe responder ante ella del perjuicio. Es verdad que el caso ltimo exige un esfuerzo de compulsin mucho ms prudente que el primero. Hacer a uno responsable del mal que haya causado a otro es la regla general; hacerle responsable por no haber prevenido el mal, es, comparativamente, la excepcin. Sin embargo, hay muchos casos bastante claros y bastante graves para justificar la excepcin. En todas las cosas que se refieren a las relaciones externas del individuo, ste es, de jure, responsable ante aquellos cuyos intereses fueron atacados, y sin necesario fuera, ante la sociedad, como su protectora. Hay, con frecuencia, buenas razones para no exigirle esta responsabilidad; pero tales razones deben surgir de las especiales circunstancias del caso, bien sea por tratarse de uno en el cual haya probabilidades de que el individuo proceda mejor abandonado a su propia discrecin que sometido a una cualquiera de las formas de control que la sociedad pueda ejercer sobre l, bien sea porque el intento de ejercer este control produzca otros males ms grandes que aquellos que trata de prevenir. Cuando razones tales impidan que la responsabilidad sea exigida, la conciencia del mismo agente debe ocupar el lugar vacante del juez y proteger los intereses de los dems que carecen de una proteccin externa, juzgndose con la mayor rigidez, precisamente porque el caso no admite ser sometido al juicio de sus semejantes.

Pero hay una esfera de accin en la cual la sociedad, como distinta del individuo, no tiene, si acaso, ms que un inters indirecto, comprensiva de toda aquella parte de la vida y conducta del individuo que no afecta ms que a l mismo, o que si afecta tambin a los dems, es slo por una participacin libre, voluntaria y reflexivamente consentida por ellos. Cuando digo a l mismo quiero significar directamente y en primer lugar; pues todo lo que afecta a uno puede afectar a otros a travs de l, y ya ser ulteriormente tomada en consideracin la objecin que en esto puede apoyarse. Esta es, pues, la razn propia de la libertad humana. Comprende, primero, el dominio interno de la conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el ms comprensivo de sus sentidos; la libertad de pensar y sentir; la ms absoluta libertad de pensamiento y sentimiento sobre todas las materias, prcticas o especulativas, cientficas, morales o teolgicas. La libertad de expresar y publicar las opiniones puede parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a esa parte de la conducta de un individuo que se relaciona con los dems; pero teniendo casi tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y descansando en gran parte sobre las mismas razones, es prcticamente inseparable de ella. En segundo lugar, es prcticamente inseparable de ella. En segundo lugar, la libertad humana exige libertad en nuestros gustos y en la determinacin de nuestros propios fines; libertad para trazar el plan de nuestra vida segn nuestro propio carcter para obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nos lo impidan nuestros semejantes en tanto no les perjudiquemos, aun cuando ellos puedan pensar que nuestra conducta es loca, perversa o equivocada. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo se desprende la libertad, dentro de los mismos lmites, de asociacin entre individuos: libertad de reunirse para todos los fines que no sean perjudicar a los dems; y en el supuesto de que las personas que se asocian sean mayores de edad y no vayan forzadas ni engaadas.

No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en la cual estas libertades no estn respetadas en su totalidad; y ninguna es libre por completo si no estn en ella absoluta y plenamente garantizadas. La nica libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los dems del suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardin natural de su propia salud, sea fsica, mental o espiritual. La humanidad sale ms gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligndole a vivir a la manera de los dems.

Aunque esta doctrina no es nueva, y a alguien puede parecerle evidente por s misma, no existe ninguna otra que ms directamente se oponga a la tendencia general de la opinin y la prctica reinantes. La sociedad ha empleado tanto esfuerzo en tratar (segn sus luces) de obligar a las gentes a seguir sus nociones respecto de perfeccin individual, como en obligarles a seguir las relativas a la perfeccin social. Las antiguas repblicas se consideraban con ttulo bastante para reglamentar, por medio de la autoridad pblica, toda la conducta privada, fundndose en que el Estado tena profundo inters en la disciplina corporal y mental de cada uno de los ciudadanos, y los filsofos apoyaban esta pretensin; modo de pensar que pudo ser admisible en pequeas repblicas rodeadas de poderosos enemigos, en peligro constante de ser subvertidas por ataques exteriores o conmociones internas, y a las cuales poda fcilmente ser fatal un corto perodo de relajacin en la energa y propia dominacin, lo que no las permita esperar los saludables y permanentes efectos de la libertad. En el mundo moderno, la mayor extensin de las comunidades polticas y, sobre todo, la separacin entre la autoridad temporal y la espiritual (que puso la direccin de la conciencia de los hombres en manos distintas de aquellas que inspeccionaban sus asuntos terrenos), impidi una intervencin tan fuerte de la ley en los detalles de la vida privada; pero el mecanismo de la represin moral fue manejado ms vigorosamente contra las discrepancias de la opinin reinante en lo que afectaba a la conciencia individual que en materias sociales; la religin, el elemento ms poderoso de los que han intervenido en la formacin del sentimiento moral, ha estado casi siempre gobernada, sea por la ambicin de una jerarqua que aspiraba al control sobre todas las manifestaciones de la conducta humana, sea por el espritu del puritanismo.

Y algunos de estos reformadores que se han colocado en la ms irreductible oposicin a las religiones del pasado, no se han quedado atrs, ni de las iglesias, ni de las sectas, a afirmar el derecho de dominacin espiritual: especialmente M. Comte, en cuyo sistema social, tal como se expone en su Trait de Politique Positive, se tiende (aunque ms bien por medios morales que legales) a un despotismo de la sociedad sobre el individuo, que supera todo lo que puede contemplarse en los ideales polticos de los ms rgidos ordenancistas, entre los filsofos antiguos.

Aparte de las opiniones peculiares de los pensadores individuales, hay tambin en el mundo una grande y creciente inclinacin a extender indebidamente los poderes de la sociedad sobre el individuo, no slo por la fuerza de la opinin, sino tambin por la de la legislacin; y como la tendencia de todos los cambios que tienen lugar en el mundo es a fortalecer la sociedad y disminuir el poder del individuo, esta intromisin no es uno de los males que tiendan a desaparecer espontneamente, sino que, por el contrario, se har ms y ms formidable cada da. Esta disposicin del hombre, sea como gobernante o como ciudadano, a imponer sus propias opiniones e inclinaciones como regla de conducta para los dems, est tan enrgicamente sostenida por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana que casi nunca se contiene si no es por falta de poder; y como el poder no declina, sino que crece, debemos esperar, a menos que se levante contra el mal una fuerte barrera de conviccin moral, que en las presentes circunstancias del mundo hemos de verle aumentar.

Ser conveniente para el argumento que en vez de entrar, desde luego, en la tesis general, nos limitemos en el primer momento a una sola rama de ella, respecto de la cual el principio aqu establecido es, si no completamente, por lo menos hasta un cierto punto, admitido por las opiniones corrientes.

Esta rama es la libertad de pensamiento, de la cual es imposible separar la libertad conexa de hablar y escribir. Aunque estas libertades, en una considerable parte, integran la moralidad poltica de todos los pases que profesan la tolerancia religiosa y las instituciones libres, los principios, tanto filosficos como prcticos, en los cuales se apoyan, no son tan familiares a la opinin general ni tan completamente apreciados an por muchos de los conductores de la opinin como podra esperarse. Estos principios, rectamente entendidos, son aplicables con mucha mayor amplitud de la que exige un solo aspecto de la materia.


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