La forma más eficaz de expropiar Pemex y hacerla una empresa de veras pública sería colocar su patrimonio entre el público inversionista a través del mercado de valores. Hoy en día, para efectos prácticos, Pemex es una empresa no sólo privada –secuestrada por una camarilla sindical que se opone con todo al escrutinio público y la transparencia- sino hermética.

Una cosa es que Pemex aporte cuantiosos recursos al fisco y otra, muy distinta, es que sea –como algunos descarados se atreven a decir- una “empresa de todos los mexicanos”.

Por supuesto, como vivimos en el mundo al revés, hacer de Pemex una empresa de veras pública –como cualquier otra que cotiza en una bolsa de valores moderna y que debe tener prácticas de gobierno corporativo de total transparencia y respetar a rajatabla los intereses de los accionistas minoritarios– es visto como un sacrilegio porque significaría “privatizarla”. Ya sabemos que el verbo “privatizar” es una mala palabra condenada por los orgullosos herederos del fascismo y del socialismo del siglo pasado. Significaría privatizarla porque si le damos a cada mexicano, vía acciones de Pemex, lo que supuestamente le corresponde de Pemex, esas acciones serían -¡horror!– “propiedad privada”.

Nótese que lo mismo sucede cuando alguien propone que, a la vista de que el Seguro Social está en una desastrosa situación financiera –inviable– y ofrece un servicio peor que deficiente a los presuntos beneficiarios, lo mejor que podemos hacer es que las aportaciones de esos mismos beneficiarios sirvan para tener seguros individualizados de gastos médicos -propiedad de quienes aportan los recursos- quienes de esa forma podrían elegir libremente entre diferentes opciones de atención médica disponibles en el mercado. No. De ninguna manera -se nos dice- eso sería tan horrible como “privatizar” la seguridad social. ¿Por qué? Muy sencillo porque dejaría de ser la seguridad de todos y de nadie (eso es lo “social”), y se convertiría en la seguridad –al menos para la salud– de cada individuo, libre y responsable.

Mientras tanto, y volviendo al caso de Pemex, los verdaderos dueños de esa empresa –como el tesorero del sindicato de Pemex, Ricardo Aldana, que casualmente es Senador de la República- seguirán haciendo y deshaciendo con los recursos de esa empresa lo que se les da la gana. Por eso, don Ricardo Aldana no tuvo el menor reparo en impedir –velada amenaza de por medio– que siguiera adelante la tímida reforma que le daría a Pemex una pálida sombra de buen gobierno corporativo: La inclusión de consejeros independientes y la creación de un comité de auditoría, autónomo y con facultades de escrutinio sobre la operación de esa empresa, que vigilaría más o menos lo que sucede en Pemex. Si don Ricardo, quien debería estar dando cuentas a la justicia de los multimillonarios recursos que recibió el sindicato de Pemex para apoyar al perdidoso candidato Labastida en las elecciones del año 2000 (recursos que fueron a engrosar, en parte, cuentas del sindicato en el extranjero y, en otra parte, varias abultadas carteras personales), ni siquiera permite que haya consejeros independientes en Pemex, imagínense si aceptaría que esa empresa estuviera abierta a un auténtico escrutinio público, y a una democratización auténtica de su capital a través de la bolsa de valores.

El combate a la corrupción no es cosa de grandes discursos ni de convertir a los medios de comunicación en tribunales sumarios para que, al gusto de los caudillos en turno, se condene a los enemigos políticos sin posibilidad de defensa o de juicio justo. Eso es una perversión propia de los antiguos –y algunos actuales- sátrapas orientales. La clave del combate a la corrupción es la transparencia.

Y personajes como Aldana bien lo saben. Por eso le temen a la transparencia como a la peste. Por eso reaccionan como fieras en riesgo ante la mera posibilidad de que se establezcan, así sea tímidamente, unas normas elementales de buen gobierno corporativo y de apertura obligada al escrutinio público en sus dominios. Doblegados por esta clase de chantajistas, los mexicanos tendremos que resignarnos -¿por cuántos años más?- a que Pemex sea uno de los negocios más herméticos de México, propiedad de una camarilla sindical que, generosos que son estos líderes, permiten que parte de los recursos del negocio vayan al fisco. Nada más falta que ahora exijan que se los agradezcamos.