Podrán
discutirse la velocidad que se imprimió a la reconstrucción y criticarse los
frecuentes titubeos en el camino, pero sus objetivos han sido impecables:
Sanear las finanzas públicas y reestablecer el poder de la moneda, como medio
de cambio, unidad de medida y almacén de valor.
En
diciembre de 1982 Miguel de
Por
si esto no bastase, la moneda mexicana también estaba destruida. La inflación
la había convertido en un guiñapo, no cumplía una sola de las funciones que
clásicamente se le han asignado a la moneda: No era ni una unidad de cuenta
confiable, ni un medio de cambio eficiente ni mucho menos podía funcionar como
almacén de valor.
Ante
un desastre de esta magnitud, lo demás es lo de menos.
En
un primer momento, las “desincorporaciones” (a tal
grado llegaba la intoxicación ideológica que hablar de “privatizaciones”
resultaba impropio) buscaron, por encima de cualquier otro objetivo, sanear las
finanzas públicas. Parecía un lujo pensar en esas privatizaciones como una
deliberada política pública para hacer más competitivo y productivo al país; la
urgencia del desastre hizo que lo prioritario fuese aliviar la carga sobre las
finanzas públicas, allegarse recursos.
Por
su parte, una vez restablecida la sensatez en la dirección del banco central
también lo urgente –reestablecer mínimos funcionales para el peso mexicano-
privó sobre lo importante.
A
más de doce años de distancia, esos dos pilares de la economía (las finanzas
públicas y la moneda) se han reconstruido y su principal fruto, valiosísimo e
imprescindible, se llama estabilidad. Hoy está de moda menospreciar no sólo la
magnitud del desastre heredado por los gobiernos de
También
está de moda menospreciar el valor de la estabilidad. Por ello, vale la pena
echar un vistazo, mañana, a los múltiples beneficios de la estabilidad
económica.