Mario Vargas Llosa –máximo escritor vivo de América, digan lo que digan los ignaros premiadores suecos– pudo haber iniciado alguna de sus genialidades novelescas con la pregunta que uso de título; mi país me tiene achicopalado.

Da muina lo que ha hecho la momiza gobernante. Bola de lángaras, gandules, badulaques y baquetones. La moderna chaviza no conoce ese país al que el viento se llevó, ese México amable y bravero, romántico y campirano que reconocían como propio los que abordaban un coche de alquiler para ir al cine Prado a ver la nueva película de Jorge Negrete. La entrada costaba tantito más de un tostón y duró a cuatro pesos un resto de tiempo, en épocas de Uruchurtu.

“¡Estuvo suave la película!” decían al terminar la función. Y de allí, pelagatos, pelados y pachucones se iban con la palomilla y las chamacas al Salón México, mientras los más empingorotados salían a echarse un piscolabis en alguna peña o café tertulia, o de plano se iban de picos pardos con alguna dama emperifollada pero un poco disoluta. Y aunque anduvieran de vacilón, nadie temía que los asaltaran en el ruletero.

Si acaso, los tamarindos cobraban mordidas de cinco pesos a algún chafirete chambón que se pasara el alto, pero no eran tan músicas como para asaltar a la gente. Al que se iba de juerga y se le pasaban las cucharadas de cheves, cubas libres o jaiboles, y además era tan zoquete de manejar beodo, los tecolotes lo hacían respirarles. Pero si uno les caía bien, hasta cuates eran para aconsejar masticar papel antes de subirse al coche, y así disimular el aliento. Increíble: en siete años de ir de serenata casi cada fin de semana jamás nos molestó un policía, un ratero o un caco.

En esos tiempos, los encandilados con su país gritaban de a de veras “Como México no hay dos”. Abel Quezada predecía las lluvias y pedía que sembraran un titipuchal de jacarandas, y con el Charro Matías y don Gastón Billetes hacía ver en sus cartones el casi paraíso que era la muy noble y leal ciudad de México, con su aire transparente y camellones llenos de flores pero tugurios que apagaban la sinfonola bien temprano; Octavio Paz escribía sobre los pachucos y empezaba a explorar el alma mexicana, insondable misterio.

Desde la distancia comprendo por qué López Velarde poemaba sobre el santo olor de la panadería; íbamos por los mejorales a la botica y cantaba Cri Cri al señor Tlacuache, comprador de cachivaches. En la tele, Gamboín y el Panzón Panseco, el Tío Polito y Cachirulo: “La moraleja de este cuento es… que tome su niño chocolate Express”.

Comprendo también por qué el mismo zacatecano López Velarde decía que los veneros del petróleo nos los había escriturado el diablo. Servía para echarle Mexolina al coche y nadie pensaba que México pudiera ser país exportador de la sangre negra de esos veneros que el mismísimo Pingo nos legó. No había petróleo para exportar pero el país no necesitaba reformas fiscales de nunca acabar ni empezar. No me explico entonces por qué México no estaba quebrado.

No había tampoco TLC, pero no debíamos apoquinar para que los impuestos nos colmaran de bienestar a través del gasto social. Los bancos prestaban y la gente podía poner una botica o taller o fábrica y tenía razonables posibilidades de que la dejaran trabajar sin tener que dedicar la mitad del tiempo a la burocracia. No había que pichicatear demasiado o conchabarse a interminables inspectores, ni compartir ganancias con algún bejarano que necesitara cuotas para un grupo de beneficio colectivo con sentidas inquietudes sociales. Nadie marchaba coreando exigencias ni justas demandas ni conocíamos el sonsonete de que el pueblo unido jamás será vencido.

Por esa época el presidente Ruiz Cortines (respetadísimo, habilísimo) con su corbata de moño se daba tiempo para jugar dominó y se cubría con el sombrero el pecho para tener a raya a los lambiscones y evitar que lo abrazaran; a él nadie lo hacía maje. Y el siguiente presidente (respetadísimo, queridísimo) cuando no andaba de paseo, se dedicaba a correr coches.

Les daría un soponcio si vieran hoy al México de sus nietos. Ha caído en desuso el sombrero y se ha ido la paz aquella, cuando el gobierno estaba lejos y no era tan gravoso. Nadie hablaba de la rectoría estatal ni de finanzas públicas sanas (será porque las había). No nos retobaban en el radio con propaganda para convencernos de que gracias al gobierno federal vivíamos mejor, nadie sabía que existía una Suprema Corte, y el Senado de la República no veía por mí. ¿Será por eso que el país estaba mucho mejor?

Hoy México está del cocol. No lo reconozco. Su cielo futuro se ve negro, tenebroso, encapotado.

(*) Saqué varios de los vocablos anticuados de un tesorito llamado “El libro de las palabras de antaño” (Algarabía, México, 2009), a cargo de María del Pilar Monte de Oca Sicilia, con voces poco reconocibles por menores de 25 años. Huelga decir que todas son o fueron usuales para mí.