Nunca me imaginé que, después de haber estudiado matemáticas, maestría, cuatro doctorados, y dedicar 25 años a la academia, tuviera que reconocer que soy un delincuente. La verdad no peca, pero incomoda, como bien dice el refrán. He vivido del robo toda mi vida; no lo sabía, ahora lo sé.
Nunca me
imaginé que tuviera que reconocer que soy un delincuente. La verdad no peca,
pero incomoda, como bien dice el refrán. Veamos el argumento…
Se llama
subsidio a la cantidad de dinero que el gobierno le otorga a una institución,
organización o individuos para que realice determinadas actividades periódicas.
No es subsidio cuando el gobierno compra una camioneta, alquila un auditorio o
paga por la renta de un local que ocupe como oficina del gobernador. Tampoco es
subsidio cuando un particular paga una cuota mensual por su membrecía
a un deportivo o cuando un empresario paga el sueldo semanal a sus empleados.
El término subsidio se reserva para los usos que le da el estado al erario, es
decir, al dinero de los contribuyentes.
En nuestro
país reciben subsidios las escuelas públicas, las secretarías de Estado, los
campesinos, los estudiantes, las madres solteras, los ancianos, los museos, los
institutos de investigación y toda una larga lista de grupos que se han
acercado al gobierno por su rebanadita de pastel. Todos quieren vivir del
presupuesto.
Está tan
difundido el sistema de subsidios que casi nadie se pregunta si son buenos,
nadie cuestiona de dónde salen los recursos, simplemente reciben el cheque del
gobierno y se lo gastan sin rubor ni pudor.
Eso me
recuerda mis viejos tiempos de delincuente cuando llegaba con los bolsillos
llenos y regalos para todos. La familia se ponía alegre, todos cantaban, reían
y bailaban sin saber que ese dinero lo conseguía de la esquina de una calle de
la colonia vecina…
Bueno, el
caso es que a ni mis colegas académicos de la universidad pública, ni los
empleados de alguna secretaría de estado, ni mucho menos mis diputados y
senadores les preocupa saber de dónde salen sus
jugosos salarios.
Trataré de
resolver este escabroso enigma y para que nadie se sienta ofendido, me pondré
de ejemplo.
Llevo 25
años trabajando en una universidad pública. Recibo mi sueldo cada quincena, sin
dilación ni titubeo. Pero mi sueldo, no viene de la señorita que me entrega el
cheque, no sale de los bolsillos de mi Jefe de departamento, ni de mis alumnos,
ni del rector, tampoco sale del Sr. Presidente de la República pues él es otro
asalariado.
Siguiendo la
huella del dinero vemos que viene de la Secretaría de Hacienda, pero no de los
bolsillos del secretario pues él es otro asalariado. Para no hacer el cuento
largo, mi sueldo viene de los contribuyentes tanto de los cautivos como de los
que creen que no pagan impuestos.
Pero hay una
particularidad muy especial de ese dinero. Es dinero coactivo, es decir,
sustraído a la fuerza, por eso se les llama IMPUESTOS. De hecho, todo el erario
se forma con dinero coactivo.
Por eso Carlos
Marx decía que el poder del Estado radicaba en su
capacidad de extraer recursos de la sociedad y especialmente de los que tenían
más dinero, los empresarios. Por eso Marx recomendaba
usar la fuerza del Estado para imponer tasas progresivas.
¿Qué
diferencia hay entre los impuestos y el robo? En el fondo no hay diferencia,
pues ambos son actos coactivos donde no vale la voluntad del individuo, pues si
son impuestos, los pagas o te meten a la cárcel (o te embargan tus
propiedades); si es robo, entregas lo que te piden para salvar tu vida.
Me he pasado
25 años viviendo de impuestos. Y más todavía, pues viéndolo bien, nunca pagué
nada por mi educación, es más, recibí jugosas becas desde primaria y para
estudiar posgrados en México y en el extranjero y
todo con cargo al erario, es decir, de impuestos, del robo que el estado aplica
contra los ciudadanos. Si he vivido del robo, puedo decir que eso me ha
convertido en un delincuente. No lo sabía, ahora lo sé. Y ahora empiezo a entender por qué mi país es pobre. Es que somos
muchos los que vivimos del erario, somos muchos los delincuentes que tiene que
soportar este pueblo.
Después de
todo, no estaba tan equivocado Carlos Marx cuando
hablaba de las dos clases sociales: explotados y explotadores. Su error fue señalar
a los capitalistas como los explotadores.
En realidad,
los explotadores somos casi todos los que vivimos de impuestos, los que
cobramos cheque de gobierno. Los explotados son los que no muerden el pastel
del erario.
Digo casi,
porque se salvan aquellos que están en el gobierno para cumplir las funciones
esenciales e importantes que justifican el cobro de impuestos. La función
esencial, fundamental y única (desde el punto de vista neoliberal) es que el
gobierno se justifica únicamente para vigilar que no se viole el Principio de
Propiedad Privada, es decir, que nadie mate a nadie, que nadie robe, que nadie
cometa fraudes. Acciones fuera de este círculo de actividades bien se puede
presumir que caen en el terreno de la delincuencia, constituyen abusos del
poder político.
Bueno, esta
fue una reflexión amarga pues nunca pensé que después de haber estudiado
matemáticas, maestría, cuatro doctorados, 25 años dedicados como apóstol a la
academia, terminara por caer en cuenta que soy un delincuente más (por vivir
del erario). No me consuela saber que en este caso están todos mis colegas de
escuelas y universidades públicas y otros que trabajan (cobran) en el gobierno,
ni creo que la solución sea tan simple como desgarrarme las vestiduras y renunciar
a la universidad para que mi corazoncito no se sienta tan desgraciado.
Más de seis
millones de personas en la nómina oficial y si le agregamos a la gente de procampo, deportistas y muchos más, quiere decir que la
clase explotadora hemos crecido mucho y es un milagro que México no haya colapsado
antes. ¿Hasta cuándo nos aguantarán los explotados?
Evidentemente,
tenemos que corregir pues de otra manera el futuro pinta muy negro.
EntrarDurante siglos se ha debatido quién debe detentar el poder y no los límites de ese poder.